Cuando la anfitriona abrió la puerta, se topó con mi padre en la vestimenta más informal que pudiera imaginarse: venía de frac, acompañado, conforme los lineamientos de la etiqueta más estricta, con una corbata de lazo blanca y zapatos de charol. Su tenida, figurín de pingüino estilizado, se completaba con una banda roja con ribetes dorados que le atravesaba el tórax, a lo largo de la impecable camisa de pechera y el chaleco de piqué, a su vez ornada con toda suerte de medallas y condecoraciones, a cual más pomposa y altisonante.
“Como me dijiste que la reunión era informal, me puse lo primero que encontré”, explicaba.
Es que mi padre, el doctor Eduardo Borja Illescas, amén de sus artículos periodísticos, sus conferencias sobre historia, sobre filosofía (sobre casi cualquier tema, en realidad), más allá de sus dibujos, sus pinturas, sus inventos, cultivaba un maravilloso sentido del humor. Cualquier ocasión le era propicia; era capaz de crear y apreciar el humor en sus diversas manifestaciones, excepto, eso sí, la grosería o el mal gusto. Toda ocasión era adecuada también, lo colijo ahora, para el disfraz. Para “ser otro”, aun cuando sea por breves instantes, para asumir una identidad distinta, otra personalidad, encarnar un ser, acaso aún más osado tras la impunidad de la máscara.
Marcus Antonius
El teatro, por tanto, no le era ajeno. Pongo un ejemplo: Existía en Quito una compañía de actores aficionados, de talentos tan variopintos como sus integrantes, que realizaba montajes de obras en inglés: la Pinchincha Playhouse. Cuando la pieza en repertorio requería del acento británico, tan singular como difícil de imitar, mi padre, que había estudiado en Londres, era prontamente convocado.El grupo era bastante optimista a la hora de valorar sus capacidades, y no dudaba en abordar las creaciones más complejas del drama anglosajón. Por tanto, Shakespeare estaba con frecuencia en cartel y “Eduahdou” era su intérprete oficial. La imbatible declamación, por parte de mi padre, de aquellos largos y sesudos monólogos con los que el bardo obsequió generosamente a sus personajes, era el deleite del público benévolo, mayormente conformado por los parientes y amigos de los actores.
“I have come here to bury Caesar, not to praise him.”, recuerdo haberlo escuchado practicar una y otra vez, dando largas zancadas por toda la casa, los anteojos montados sobre la frente, el libro en una mano y agitando la otra, conforme daba distintos énfasis a las palabras cada vez que las repetía. En efecto, la trilogía romana del genio isabelino no escapó a la carnicería escénica de aquellos dilettanti. Anthony and Cleopatra se anunciaba ya en la marquesina, mientras en el interior del teatro continuaban los ensayos (seguramente pocos).
Anthony, huelga decirlo, era mi padre. Su Cleopatra era una bellísima canadiense cuyo nombre todavía recuerdo: Martha Ottolenghi. Él mismo había diseñado y confeccionado su vestuario, y pude observar cómo, de una pila de periódicos viejos y una olla de engrudo, gracias al viejo arte de la “carta-pesta”, surgían una coraza broncínea, unas viejas sandalias transformadas en cáligas romanas, y sobre todo un enorme yelmo. Es que la Reina del Nilo era muchísimo más alta que nuestro triunviro ecuatorial, de manera que, para compensar su corta estatura, mi padre había ornado su gálea imperial con un altísimo penacho, cuyas plumas se enarbolaban muy por encima de la cabeza de su Cleopatra.
Aún me parece ver una fotografía en blanco y negro, tomada en las infaltables celebraciones que sucedían a los estrenos de la Playhouse. Marco Antonio y Cleopatra danzan abrazados lo que parece ser un baile sesentoso: un “cha-cha-chá”, un “mambo”. El penacho romano se yergue por arriba de la mirada de su partenaire, completándose el anacronismo paterno con los anteojos y el reloj de pulsera.
Pero volvamos a los ensayos: así vestido, con toda la “impedimenta” imperial romana, mi padre se vio aquejado por irresistibles e impostergables ganas de fumar, aquellas que sólo las comprenden los mismos fumadores. Como contaba con mucho tiempo antes de su próxima salida a escena, y como no encontraba cigarrillos en el camarín, mi padre decidió ir a proveerse en una tienda o algún kiosco cercano. Era domingo: todo estaba cerrado. No amedrentarse: hay tiempo.
Sin dudarlo un solo instante, el héroe de las Galias detuvo un autobús. ¡Cuál no sería el desconcierto de los transeúntes domingueros al ver un soldado romano de enorme penacho subir al colectivo! Y cuál no sería el suyo, el de Marco Antonio, al ver que su “lorica segmentata” carecía de bolsillos: No tenía ni un “sestercio” con qué pagar el pasaje.
¿Se imaginan el bochorno? ¿Un cónsul romano bajándose del colectivo, todo cabizbajo, por no tener dinero para el pasaje? De ninguna manera. Sin perder la compostura, con aire de Imperator Maximus, extendiendo su brazo con un gesto teatral, mi padre exclamó a voces: “¡Detened la carroza!”
Escena de Navidad
Más allá de las exigencias caracterológicas de la escénica, mi padre, y por tanto mi madre, su cómplice en estas andanzas, gustaban de disfrazarse. Punto. La llegada de la Navidad, como la de cualquier otra festividad, en realidad, era un pretexto más para la liberación del alter ego. En aquella pascua, la dramatis persona asimida por él era la de un rudo leñador, y los disfrazados no eran solamente mis padres, sino toda su jorga de amigos parranderos. La ronda navideña iba de casa en casa, saludando a las amistades, los familiares, cantando villancicos y, por supuesto, bebiendo una que otra copa de licor en cada visita. La calidad de la interpretación vocal de las canciones se iba deteriorando con cada convite, conforme los ánimos de la comparsa se iban enfervorizando y sus inhibiciones se soltaban cada vez más.
Llegados a la última de las casas, cerca del alba y en un estado de embriaguez nadiveña bastante avanzado, mi padre, fiel al disfraz de leñador que venía luciendo, tomó su hacha y arremetió contra el árbol de navidad de los anfitriones.
El sarraceno
Su disfraz favorito, eso sí, era el de árabe. Decididamente. Vestido de jeque petrolero, de bajá o simplemente de beduino, solía aparecerse en las fiestas. En el camino, solía permitirse alguna chanza. Por ejemplo, hábil imitador como era, entraba a un hotel de lujo y, copiando el habla semítica, fingía intentar seducir a la recepcionista y convencerla de unirse a su harén. Mi madre, que a fines de la broma cambiaba su nombre por “Fátima”, era la esposa superiora, mientras que un par de amigas eran sendas concubinas.
Imagínense ustedes la felicidad de mi padre cuando su cuñado Federico Rossi, mi inolvidable tío Fred, cuyo trabajo le permitía viajar por el mundo, le trajo un auténtico traje árabe: la túnica, o twab, y aquel pañuelo, o ghutra, que se pone en la cabeza y se sujeta con cordones de nudos corredizos; incluso las babuchas, a fin de volverse un verdadero sarraceno de la cabeza a los pies.
El estreno del atuendo islámico ocurrió ipso facto: ambos compinches, mi padre y su compañero de travesuras, mi tío Fred, salieron rumbo a la primera festichola que se les presentó. Imagino que la velada habrá sido amena y el traje de árabe todo un éxito. No lo puedo saber: yo era pequeño y, por supuesto, no se me dejaba asistir a esas diversiones de adultos. Lo único seguro es que, como siempre en esas jaranas, corrió abundante cantidad de licor. Tanto mi tío como mi arábigo padre emprendieron el camino a casa a pie, tambaleándose, abrazados, jurándose amistad eterna, trazando rastros serpenteantes por las veredas quiteñas. Me deleito al sólo imaginar la escena, habida cuenta de que mi tío Fred era no solamente un hombre altísimo, sino además muy voluminoso. ¿Habrá espectáculo más gracioso que aquel gigante bonachón abrazado de un árabe pequeñito, ambos borrachísimos, caminando de vuelta a casa?
Las babuchas habían quedado reducidas a polvo, cuando, por algún milagro, los compadres lograron llegar a la esquina de casa. Mi padre se negó a continuar. Es que en esa esquina se estaba construyendo un edificio y los albañiles habían dejado el material desparramado en la acera.
Al ver los montículos de arena, mi padre exclamó: “¡Mi batria, mi batria!” y se arrojó al punto sobre las “dunas” dejadas allí por los obreros. Mi tío caminó a solas la media cuadra faltante, dejando a mi padre tirado, bocarriba, durmiendo la mona sobre la gravilla.
Qué no hubiese dado yo por ver las caras de aquellos albañiles cuando, al llegar a su puesto de trabajo muy temprano en la mañana, encontraron, durmiendo plácidamente sobre el montículo de arena… ¡un árabe!
No hay comentarios:
Publicar un comentario