
La casa de la abuela era inmutable, permanente, quién sabe si eterna. Se nos antojaba a los chicos que así, invariable, venía ya desde el inicio de los tiempos, desde la época de los dinosaurios de nuestros libros de estampas. Sus adornos mismos, las figuritas que nos sonreían detrás del cristal de la vitrina, permanentemente cerrada, los vasos de cerveza bávaros decorados con escenas de cacería e ininteligibles galimatías góticos, los floreros del aparador, todos, parecían anclados de algún modo mágico a eje mismo de la tierra. Ni hablar de los “muebles”, más inmutables que los mismísimos Andes que saludaban día a día nuestra ventana. Tras sus forros protectores de impecable lienzo blanco, sillones, sofá y “chaise-longe” esperaban esa ocasión especial, especialísima, en que lucirían su brillante tapizado, libres de su mortaja blanca. Nunca se dio. Ninguna fecha, ninguna navidad, ningún nacimiento, ni siquiera el arribo anhelado de algún tío o alguna tía, constituyeron el ambicionado suceso de trascendencia que nos permitiera contemplar el misterio de su piel policroma.
Naturalmente, sólo se trataba de una percepción infantil. Ya la vida, o más bien dicho, la muerte, se encargó de mostrarnos con inmisericorde crueldad las habitaciones vacías, las cómodas, las camas, los veladores, el “chinero”, arrancados de sus sitiales de gloria y beatitud de otrora, acarreados con indiferencia, cual sórdido fardo cotidiano, como la estatua de un prócer que se acabara de derrocar.
Pero para nosotros, la caterva de primos, la casa de “la Mamía ”, como la denominaba propiedad nuestra expresión matriarcal, presentaba la certidumbre de un fenómeno natural, como un amanecer o un crepúsculo. Estaba allí. Siempre estuvo allí y, creíamos con inocencia, siempre lo estará.
La rodea todavía un hirsuto jardín, otrora primorosamente acicalado por el abuelo, cuyos pinos, plantados por él, han superado holgadamente los tres pisos de la casa. Un árbol corresponde al nacimiento de cada uno de los nietos primogénitos, es decir, al primero de cada una de las tres hijas. La sombra del más voluminoso envuelve la mayor parte del terreno, como corresponde a la primogenitura máxima, la de la nieta mayor. “Patricia”, fue cristianada mi prima en la pila bautismal, y ella, como retrucando el honor, fue la que bautizó a la abuela con aquellos fonemas inocentes con que su lengua infantil creía copiar el habla adulta: “Mamía”.
Mi árbol, más espigado, se bifurca en dos copas, como queriendo avenirse a alguna escisión de mi naturaleza que, debo admitir, he podido percibir en varias ocasiones.
La casona, como todo hogar matriarcal que haya asistido parturientas y despedido difuntos con llantos y agüita de canela, no podía dejar de esconder algún tesoro ni de albergar algún fantasma. Son varias ya las generaciones de niños expertos en su búsqueda y hallazgo, tanto de tesoros de incalculable cuantía, como de huidizos espectros que los adultos se rehúsan a ver sistemáticamente.
Además de sus tres plantas y su sótano cofre de misterios, su elegante línea modernista, su extendido jardín de desordenado multicolor, los trazos de esa casa, en la que nací, no estarían completos sin referirme a esa grácil pero firme montaña que la acuna, rodeándola como los pétalos de una maciza corola, de la que cuelgan, como apropiado y permanente telón de fondo, las casitas y la lontananza azulada.
“Es un lugar de esta forma,
disparate más o menos.”
Juan Bautista Aguirre (1725-1786)
Decía un amigo pintor, con el ojo agudizado por su oficio, que sin ese desnivel, sin esas cuestas y despeñaderos que rompen la perspectiva y ocultan el horizonte, sin las edificaciones que parecen amontonarse agolpadamente a la vista quebrando los rayos del sol ecuatorial en un espectro de alegre desorden, sin ese telón andino de perfil imponente, esta Quito nuestra sería muchísimo menos hermosa. Es más, por momentos sería francamente fea. Es cierto. Más allá de las seculares construcciones de la colonia con su magnífica exuberancia barroca, aparte de las austeras viviendas y edificios públicos republicanos y del tan poco apreciado modernismo autóctono de líneas pícaras y a veces audaces, tenemos que admitir que las construcciones realizadas a partir del arrebato petrolero de los setenta hacen en su mayoría alarde de su fealdad con total falta de vergüenza arquitectónica.
Entre ellas están aquellas casas “nuevaoleras” con sus ventanas redondeadas como claraboyas de un barco de guerra, o asimétricas como un rompecabezas a medio armar, pesadillas psicodélicas de ladrillo. Están los edificios de cemento visto, penosamente grises y desnudos, como adelantándose a la hecatombe. Está la imitación blancuzca y barata del “estilo español” con arcos de medio punto, faroles y herrajes torneados, postizos ornamentos de la vivienda que, lejos de responder a la raigambre ibérica, exteriorizan más bien los complejos de la clase media que reniega de su linaje mestizo.
¿Y hoy? La ciudad ha crecido. Las arboledas se han ido. Los potreros han huido. La periferia nos recibe con interminables espectros de bloques de cemento sin pintar, nichos funerarios de millares de ojos negros, huecos, vacíos. En muchos casos el primer piso sobresale por encima de la planta baja, como un cajón mal cerrado, queriendo ganarle unos metros a la acera. Y, a su vez, cuando existe, el segundo piso se desboca por encima del primero, resultando una escalonada pirámide invertida, mastabas tristes de construcción precaria.
Pero a la distancia, suspendidas las casitas de su basa de granito andino, no vemos más que el desordenado enjambre de ventanitas diminutas que se recuesta sobre la montaña en medio del bullicio de la ciudad. La magia de la perspectiva obra su efecto.
3 comentarios:
Falta una foto de la casa y el jardín
Falta la dirección y una fotografía que nos lleve al realismo mágico que describes.
Nicolás Jiménez y 12 de Octubre.
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