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Guayaquil antiguo |
"Dos linajes solos hay en el mundo, como decía una agüela mía, que son el tener y el no tener."
Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616)
Los hombres entraron al cobertizo completamente negros,
cual si un repentino sortilegio hubiese trocado sus cabellos por un alquitrán
fuliginoso y su piel por la del tiznado bereber. A pesar de su repentino cambio
de aspecto, que reducía sus elegantes trajes europeos a un mazacote negruzco,
todos levantaban las manos eufóricos, aullando, embriagados de dicha,
como si celebraran un raro rito africano acorde con lo chocante de su facha.
Las mujeres, angustiadas, veían que a cada paso que daban
estos seres extraños, negros y aceitosos, dejaban marcadas sus huellas en el
piso y en las pocas alfombras que lo adornaban; veían asimismo con horror que
los engendros acercaban a sus rostros las grasientas manos, esas manos que
atolondradamente agitaban en el aire salpicándolo todo de oleosa negritud, a
fin de que ellas pudieran compartir su júbilo.
̶ ¡Mira, María Mercedes, mira!, gritaba con paroxismo
aquel nauseabundo fantasma africano que parecía haberse apropiado de la voz de
Pancho.
Pero sus manos negras y jubilosas no podían haber
encontrado menos entusiasmo que en la mirada indiferente de doña María Mercedes
Ycaza.
̶ Ay, Pancho, ¡no ves que me vas a ensuciar la
cara!
Sin desalentarse por la fría recepción de su mujer,
don Pancho dirigió el repugnante contenido de sus manos al rostro de su
hermana,
̶
-¡Mira, mira, Antuca! ¡Petróleo!
̶
-¡Petróleo, petróleo!, gritaban sin cesar los demás
hombres, abrazándose entre sí sin conseguir, por supuesto, embarrarse
mutuamente más de lo que ya estaban.
En verdad, el opíparo festín, los generosos tragos de
champaña francesa, la alegría masculina, todos ellos estuvieron manchados de
aquella brea viscosa. Y estaban además sobradamente justificados: los pozos de
La Carolina escondían en sus entrañas tanto aceite parduzco, inmundo e
inflamable como los lechos de Petrópolis.
William Barry, otrora gerente de la Anglo, participaba
con no menos emoción en los aceitosos abrazos y apretones de manos, felicitando
a todo el que encontrara a su paso con su inimitable acento británico y
manchándolo todo con igual oleosidad, en especial a su flamante gerente de
operaciones, don Francisco Illescas Barreiro. Muy para sus adentros, por otra
parte, se felicitaba a sí mismo por haberlo elegido.
Mi tío Pancho había sido hasta hace poco un abogado más
de la Anglo-Ecuadorian Oil Fields, aquella compañía inglesa que, cual las
severas institutrices de aquel imperio ultramarino, vino a tutelar los pinitos del petróleo
ecuatoriano. El buen desempeño de mi tío animó al inglés a unírsele en la
creación de dos compañías independientes: “Petrópolis” y ”La Carolina”, ambas destinadas a aprovechar los
pozos petrolíferos de la península de Santa Elena, aquella puntiaguda nariz que
se extiende sobre el Pacífico cual una rima quevediana: “érase un país a una
nariz pegado”. En efecto, si se fijan los lectores en el mapa de mi tierra, verán
que esa trompa geográfica, aunada a la
sonrisa socarrona de la desembocadura del río Guayas, da al litoral ecuatoriano
su perenne y alegre perfil de bufón.
Hoy en día, cuando se habla de petróleo, ya no pensamos
en la península narigona. Pensamos en el “Oriente”, al otro lado de los Andes,
en la Amazonía ecuatoriana, parte de aquel interminable bosque tropical que
desconoce fronteras y que llega a la monumental cuenca brasileña de aquel río a
cuyos estuarios los hombres de Orellana vislumbraron las míticas Amazonas.
Las mujeres guerreras de Herodoto ya no corretean por esas
selvas. Hoy son las grandes torres las que han invadido la prístina jungla como
formidables árboles metálicos, cíclopes temibles aparejados de un entrevero de
tanques, un amasijo de tuberías y sus infaltables secuaces, las torres de gas
natural, cuyas lenguas de fuego no se apagan a ninguna hora, temibles dragones
de aliento demoníaco e interminable.
Pero en aquel entonces el petróleo amazónico, el de la
efímera bonanza setentera, el de los consiguientes gobiernos militares, no se
había descubierto todavía. La extracción era cansina e ingenua. Las bombas, de
talla mucho menor que las torres amazónicas, subían y bajaban acompasadamente
sus lomos dóciles, como un buey manso y afirmativo, como un pájaro bobo de
salón que se hubiese instalado en la “sabana grande”, compitiendo no con la
selva húmeda, sino con la caña de azúcar, el ceibo y el balso.
El éxito petrolero de Pancho no era ni remotamente el
triunfo económico que, visto con la perspectiva actual, pudiera parecernos. Hoy
nos viene a la mente la imagen del ranchero tejano de las películas;
aquel que, por un fortuito accidente, al cavar un pozo artesiano en su pequeña
granja, se topa con el oro negro y, volviéndose millonario de la noche a la
mañana, empieza a encender sus puros con billetes de cien dólares.
Para don Pancho Illescas, lo del petróleo no era más que
uno entre sus muchos emprendimientos. Como el Ecuador de entonces no contaba
con refinerías y como el líquido oleaginoso no tenía la utilidad y ni el valor
que le damos hoy, aquella actividad no era ni siquiera la más rentable de las
que había acometido. Gran parte de la producción se destinaba no a poner en
movimiento motores, maquinarias y automóviles, sino a encender modestas
“lámparas de petróleo”. Por si fuera poco, pobre doña María Mercedes, el
resultado final de la operación era esa brea viscosa, sucia y aburrida. Para
ella, que había crecido en la Avenue Victor Hugo de París, en el elegante
16to. arrondissement, que había residido en hoteles de lujo en Buenos
Aires y Nueva York, el negocio éste del petróleo en que se había metido su
marido, lleno de mosquitos, zancudos, calor y humedad, era un verdadero
calvario.
¿Quién diría que el ser grasiento y apestoso, cubierto de
pies a cabeza en alquitrán, allí, en ese cobertizo en medio del yermo húmedo,
pajizo, era ni más ni menos que el célebre financista, el propietario y
accionista de tantas, tan importantes y disímiles empresas?
Esta bitácora de gestas heroicas no estaría completa sin
la historia de don Pancho Illescas, el arquetipo del “self-made-man”, aquel individuo
nacido en la pobreza que, venciendo todo tipo de adversidades, sabe erigir un imperio sin otras herramientas
que su empeño, su visión y su talento financiero. En su caso habría que mencionar otros
atributos no menos importantes: su bonhomía, su sentido del humor y su
facilidad para trabar amistades útiles y
duraderas.
Yo no fui testigo de la rápida ascensión de mi tío hacia
las cúspides mercantiles. Es más: su imperio económico resultó fugaz. No se expandió a las futuras
generaciones. A mí, al menos, no me salpicó ni tan siquiera una moneda, como no
sea de manera indirecta. Sin embargo, no puedo escapar a la sombra de su
influencia en muchos ámbitos de mi vida.
Pancho nació con el siglo, en 1900. Heredero de tierras
marchitas, heridas por la sequía, se elevó del yermo y levantó prontamente un
emporio que incluyó al menos dos teatros, medios de prensa y, sobre todo, el monopolio farináceo del
país. A su muerte, su capital se fragmentó y disipó, pero su fortuna continuó
incrementándose en forma imaginaria: La fábula de sus hermanas no cesaba de
pintar con colores cada vez más vivos aquel patrimonio, que se volvía más y más
grandioso y extravagante con cada narración.
El encuentro con William Barry, el ya mencionado gerente
petrolero británico, fue uno de los puntos medulares de su curso vital. No por
los alcances económicos que tuvo su relación, sino porque, en representación de
la compañía de Barry, a Pancho le tocó viajar repetidamente a Europa. Así fue
como, en el ya referido 16to. arrondisement de París conoció, ya se
lo imaginarán ustedes, a doña María Mercedes.
El pintor debió olvidar los cánones clásicos cuando quiso
retratar aquellos ojos enormes, gatunos, avasalladores; hubo de combinar en su
paleta gamas luminosas, como si quisiera
captar el crepitar de un fuego polícromo. Su cuerpo, en cambio, acariciado por
el cincel de Fidias en el más fino mármol de Paros, parecía un ejemplo de la
perfección helenística, pero contagiado, eso sí, de aquel inimitable vaivén de
caderas de las mujeres tropicales.
Todo pintor, al menos todo pintor avezado, curtido en el
difícil arte del retrato, sabe que aquellas diosas grecorromanas suelen tener
un carácter muy difícil. De común son caprichosas, arrogantes, egocéntricas.
Cuanto más grácil y exigua sea la línea
de la nariz, más delicado el trazo de una mano al apoyarse sobre la otra,
cuanto más misterio y sutileza esboce la sonrisa; tanto más ásperas y continuas
serán sus quejas, más extravagantes sus caprichos, más obstinada, veleidosa,
presumida, y superficial será la diosa.
El retratista experto prefiere tomar de modelo una mujer de
encantos más modestos, una mujer común, si se quiere, y transformarla mediante el
arte de sus pinceles en una belleza extraordinaria. La retratada expresará su
gratitud de las maneras más generosas. No faltará la que preste al hábil pintor
no sólo sus facciones para el retrato, sino su propio cuerpo, para el disfrute.
Una beldad excelsa, como Mechita, en cambio, nunca estará conforme con el
retrato.
Pero don Pancho no era pintor y, en general, aún a sus 33
años y amparado por la mismísima diosa fortuna, desconocía los ardides de las
demás féminas habitantes del Olimpo. Por si fuera poco, su Helena de Troya sabía
vestirse para la conquista: Madame Grès, Madeleine Vionnet o Monsieur Piquet seguían
al pie de la letra los contornos generosos, extendían en grácil evasé la magnificencia de su femeneidad,
entallaba su cintura con el abrazo de un
corsage insinuante y lujurioso, ostentaba el busto, ya
de por sí perfecto, con los alardes únicos de la haute couture de aquellos años.
Sin embrago, ni los vestidos de diseñador francés, ni las cuentas
bancarias de don Pancho pudieron evitarlo: La discordia en la pareja tardó
menos en aparecer que el amor. El carácter dominante e imperioso de la diva no tardó en
brotar a la superficie, como una tormenta tropical que enturbiara de pronto el
remanso de sus ojos claros. Nacida el mismo año que su marido, huérfana de
madre desde muy niña, Mercedes se educó siempre en el extranjero. Sólo venía a
Guayaquil en breves visitas, en guisa de deidad inaccesible y displicente, cuando debía
ganar algún concurso de belleza. Se regresaba raudamente a Francia, su patria
adoptiva, con el trofeo de sus encantos en la valija.
Mientras el doctor Francisco Illescas se dedicaba a sus negocios, Mecha y Panchito Jr., el único vástago de la unión, deambularon
juntos, lejos del padre de familia, de París a Roma, de Madrid a Nueva York, del Hotel Plaza al Hilton, del Ritz al Savoy.
Pero nosotros volvamos a la península. Entre los testigos
de la escena petrolera que he descrito se encontraba justamente Maria
Antonieta, mi abuela, la pianista a la que he dedicado ya un capítulo de esta
narrativa heroica. Ella demostró siempre, al contrario de su hermano
ricachón, muy poco talento en las artes de Mercurio.
Sin embargo, el doctor Illescas, generoso siempre, había previsto una
pensión vitalicia para todos sus hermanos. En el caso de mi abuela, esta se
redobló en cuanto la pobre enviudó, todavía muy joven, del doctor Eduardo Borja
Pérez, mi abuelo. Ante la muerte de su
cuñado, Pancho decidió brindar a su hermana un auxilio que de repente adquirió visos
de tragedia: resolvió que ella, en la situación en que se encontraba, no podría
hacerse cargo de sus dos varoncitos.
Queda dicho que a la sazón el más importante de los negocios del doctor
Illescas no era el petróleo, sino las harinas. “Harinas del Ecuador”, verdadero
imperio de la molienda, consiguió, gracias a las hábiles maniobras políticas de
su propietario, establecerse como el monopolio absoluto de las producción,
distribución y venta de las harinas en el país. Es por ello que, a fin de
garantizar un futuro para su sobrino, el hijo mayor de María Antonieta (o sea
mi padre, Eduardo Borja Illescas), don Pancho decidió, de manera tan inconsulta
como autoritaria, enviarlo a estudiar en Londres la carrera de “Flour Milling”.
Dicho en buen cristiano, “molienda de harinas”. De esa manera mi padre podría,
pensaba mi tío Pancho, hacer una carrera
en la más importante de sus empresas.
En cuanto al segundo vástago, don Pancho decidió tomar
una medida más drástica todavía: lo arrebató del seno materno y lo insertó en
el hogar de la “mejor casada” de las hermanas, seguro de que de esa manera brindaba
al chico un porvenir mejor.
Mi abuela nunca se lo perdonó. No solamente tuvo a lo largo de los años una
relación difícil con aquel hijo, mi tío Ramón (el cual merece sobradamente su propia
crónica en estas páginas), sino que además se trenzó en acaloradas discusiones
con su hermano mayor. Sus agarradas se extendieron mucho más allá de la muerte.
Ya muy anciana, a pesar de encontrarse totalmente lúcida
en las demás áreas del diario trajín, mi abuela Antuca continuaba discutiendo a
los gritos con Pancho, fallecido hace ya una veintena de años. Cuando creía estar a
solas en la casa, y esgrimiendo su bastón como arma mortal, clamaba a voces: “¡No
se lleven a mi hijo! ¡No se lo lleven, carajo!”
1 comentario:
Interesante. Muy buena narrativa, pero faltaron las fotos del Dr. Illescas o algún memorial para hacer más viva la historia.
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