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Hepburn y Peck frente a la "Bocca della veritá" en Vacaciones en Roma |
"Una película es, o debiera ser, más como la música que como la ficción"
Stanley Kubrik (1928 – 1999)
I Telón de fondo
Y en mi fantasía, alimentada una y otra vez por la narración de sobremesa, el sonido cavernoso y confuso del cine de barrio vuelve ininteligibles las palabras, la incesante llovizna de raspones y arañazos se cierne sin piedad sobre las imágenes grisáceas, los fotogramas faltantes producen repentinas convulsiones en los personajes, dando más autenticidad a la narrativa fraguada en mi mente infantil.
Es que mi padre (Marcello Mastroianni) conoció a mi madre (Claudia Cardinale) en el Hotel Humboldt de aquel tiempo.
Cinecittà no hubiese podido montar mejor escenografía que las modernistas líneas de ese edificio que aún se yergue en la esquina de las calles Espejo y Guayaquil, pero que ya no alberga hotel alguno. Las austeras líneas de la edificación, con su ríspida, despojada, casi violenta modernidad, contrastaban en ese entonces con su churrigueresco entorno colonial. Hoy no se da más tal contraste: su futurismo ha sido superado largamente por la fealdad, la aspereza cúbica y el cemento crudo de su vecino, el “nuevo” Palacio Municipal, monstruo frígido y trapezoidal con el que la petulancia petrolera de los años 70 reemplazó la elegancia republicana del “antiguo” cabildo.
Pero en aquellos días el cáncer arquitectónico cementoso, que tantas metástasis ha esparcido por toda la urbe, todavía no había irrumpido en el casco colonial. La ciudad brindaba una escenografía más acorde con nuestra historia.
II. Excursus en Technicolor
"La perla es la autobiografía de la ostra"
Marchando peligrosamente en sentido contrario al tránsito, pasándose la luz roja, trepándose a las veredas, esquivando con habilidad a los peatones y toda suerte de obstáculos, perseguidos por los perros y los gamines, los motociclistas avanzaban como poseídos por un espíritu endemoniado, por un duende precipitado e imprudente. Su único cargamento, aparte del diestro pero irresponsable conductor, era una enorme caja redonda de lata, oxidada y maltrecha a causa de los innumerables y temerarios viajes en moto por la ciudad. Y con harta frecuencia el más temible de los peligros que le tocaba sortear a alguno de esos alocados conductores era justamente un colega motociclista que transportara con el mismo frenesí otra caja de latón, pero en sentido contrario.
Federico Fellini (1920 – 1993)
Marchando peligrosamente en sentido contrario al tránsito, pasándose la luz roja, trepándose a las veredas, esquivando con habilidad a los peatones y toda suerte de obstáculos, perseguidos por los perros y los gamines, los motociclistas avanzaban como poseídos por un espíritu endemoniado, por un duende precipitado e imprudente. Su único cargamento, aparte del diestro pero irresponsable conductor, era una enorme caja redonda de lata, oxidada y maltrecha a causa de los innumerables y temerarios viajes en moto por la ciudad. Y con harta frecuencia el más temible de los peligros que le tocaba sortear a alguno de esos alocados conductores era justamente un colega motociclista que transportara con el mismo frenesí otra caja de latón, pero en sentido contrario.
Lo que en su desatinada marcha llevaban, de una sala de cine a la otra, esos desaforados, eran los rollos de película que debían exhibirse. De allí su apuro. Ni bien una sala terminaba de proyectar, digamos, el primer rollo, era preciso llegar a tiempo con el segundo, a su vez retirar el rollo que se acababa de exhibir, y volar por las callejuelas quiteñas, aún tranquilas por ese entonces, con aquel tesoro, que era ansiosamente requerido en un teatro lejano para el inicio de la proyección. Huelga decir que no terminaban allí las correrías: era menester retirar el último rollo y remontarse a toda velocidad a la primera sala, a tiempo de mostrar al público el final de la película. Los largos culebrones épicos de aquellos tiempos, Los Diez Mandamientos de De Mille, o el Ben Hur de Wyler, requerían una cantidad adicional de presurosas carreras en motorizado Cinemascope.
Hacen bien en imaginarse mis lectores que muchísimas veces el motociclista no llegaba a tiempo… Si la interrupción se extendía más allá de uno o dos minutos, se encendían las luces. El “bache” era ya oficial y producía la exaltada protesta del público. Cuando no había esperanza de conocer el paradero ni la suerte del transportista cinematográfico de dos ruedas en esa época sin teléfonos celulares, el operador podía conjeturar, y con razón, que un poste se habrá cruzado en su camino, que un agente de la policía lo detuvo en medio de una maniobra particularmente arriesgada, o que el mentado motoquero se habrá detenido a beberse orondamente las ganancias de la quincena en algún bar por el camino. En esos casos, en los que había asomo de la preciada lata corroída y en los que el público parecía decidido a prender fuego al edificio, el operador entretenía al respetable con algún cortometraje u otro material que tuviera a la mano.
Y en tanto arriba a mi mente el segundo rollo de mi narración cinematográfica, trazada en estricto blanco y negro, la que cuenta el encuentro paterno y que había iniciado en el capítulo anterior, proyecto en las imaginación de mis lectores un intermedio de matices coloridos, fúlgidos y alegres.
El hotel de marras ofrecía a los huéspedes, entre sus atracciones, una tienda de artesanías, una de las primeras de su clase en la ciudad. No eran habituales tales comercios, porque hasta entonces la artesanía había sido vista como un asunto “de indios”, no como algo digno de exhibirse en un hotel elegante y menos para turistas extranjeros. Los señoritos “blancos” de la clase acomodada nunca hubiesen concebido el ocuparse de esas chucherías bastas y baratas. A lo más, y muy “dentro de casa”, alguna abrigada colcha de alpaca o algún poncho o pachalina para el frío. Y para el extranjero, a lo más un “souvenir” de mala factura y peor gusto, que acreditara que efectivamente había visitado “la mitad del mundo”. Poco aprecio se tenía por el primoroso bordado, la delicada filigrana, la cerámica irreprochable.
Tuvo que ser una extranjera, una artista enamorada desde niña del arte popular, la creadora húngara Olga Anhalzer (1901-1990, que firmó siempre con el apellido de su esposo, es decir, “Olga Fisch”), la que tuvo la sensibilidad necesaria para apreciar la destreza del artesano ecuatoriano.
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El Zeppelin volando sobre Río. Tomado de las Memorias de Olga Fisch. |
El célebre dirigible Graf Zeppelin había conducido a la joven hasta el Brasil, lejos de la persecución Nazi, pero sus atesoradas piezas folclóricas, las de sus correrías por el norte del África, Italia y el centro de Europa, se perdieron para siempre en el holocausto y la locura. A su vez, la artesanía y la arqueología brasileñas, fruto de no menos viajes y esfuerzos de recolección por el enorme territorio del Brasil, acabaron en el fondo del mar. El vapor que conducía a los Fisch de regreso a Europa zozobró en las tormentosas aguas del Atlántico.
Y así, un día de junio de 1938, Béla y Olga arribaron a nuestro país con lo que traían puesto. Por suerte, la bienvenida que les dio la cálida tierra tropical no podía ser más auspiciosa: la pequeña población costera en que ancló su nave se llamaba “Libertad”.
Ni bien descendieron del ferrocarril que a su vez los condujo a la capital, la flamante profesora de la Escuela de Bellas Artes de Quito quedó prendada de cuanto veía. Las ricas blusas de las otavaleñas, por ejemplo, de mangas generosas recamadas en puntillas de otros tiempos, cual alas angélicas que transportaran en su pechera, bordadas cuidadosamente, las flores de esa amable tierra imbabureña. Albas mariposas de encaje coronadas, a falta del oro de los ancestros, con interminables collares de fino cristal bohemio. Las variopintas y elegantes faldas plisadas de las indígenas de Zuleta, arcoíris alegre y bailarín de grácil movimiento, colorido como sus mercados de fruta; la filigrana cuencana, encaje sutil e intrincado de la plata más fina, que plasma su laberinto en zarcillos y colgantes.
Embriagaron sus ojos los matices francos de esa paleta primitiva, prístina, que desconoce las gamas y las reglas europeas, colores que destilan el cielo ecuatorial y los pigmentos primarios de sus flores, de sus guacamayos, de su misma sangre. Olga inició su tercera colección de artesanías, con la esperanza de que esta vez ninguna conflagración, ningún naufragio, acabaran con sus tesoros.
Me alejo aún más del curso de la narración, porque éste es el punto del relato en que conviene que les hable de Guano. Aquel pequeño y paupérrimo cantón se reclina al costado del gigante Chimborazo, y es bien conocido por sus tejidos de lana, en especial la elaboración de alfombras. Justamente esa era a su vez la especialidad de Olga, que había aprendido el oficio entre los tejedores marroquíes durante sus viajes por el reino bereber.
Fue su encuentro con sus colegas tapiceros chimboracenses el que trajo a Olga sus primeros éxitos artísticos y comerciales, así como un enriquecedor intercambio de destrezas. Inició a los tejedores locales en el punto tupido y fuerte que había aprendido en Marruecos, y se valió de su habilidad para materializar sus diseños en irrepetibles obras de arte que, con el tiempo, llegarían a exponerse en los más reputados salones del mundo.
Pero no nos adelantemos. Estamos recién en el momento en el cual, entre las numerosos tapices, alfombras y otras piezas de su autoría, así como las artesanías y obras de arte que iba adquiriendo, el hogar de los Fisch fue atiborrándose de talento, asemejándose más a un atestado museo que a una vivienda. Al ver el prestigio que su colección iba tomando, acordaron los Fisch que era el momento de abrir una tienda de artesanías. ¿Pero cómo? Ello significaba alquilar un local, con las subsiguientes responsabilidades, emplear personal, y ni hablar de comprar aún más piezas, con miras no ya a coleccionarlas, sino a comercializarlas. ¿De dónde sacar el dinero?
Cuenta la propia artista que, hallándose el matrimonio en esas disquisiciones, recibieron el llamado de un caballero norteamericano que deseaba conocer la colección. El visitante resultó ser nada menos que el multifacético Lincoln Kirstein (1907 – 1996), conocido empresario artístico, conspicuo personaje del ambiente artístico neoyorquino, fundador del American Ballet y a la sazón director del Ballet de la Ciudad de Nueva York.
Tras varias vueltas por la casa de los Fisch, Kirstein reparó en una pequeña alfombra tendida en el piso.
̶ ¿Y esta alfombra? ¿Quién hizo esta alfombra?
̶ Esa me la hicieron en Guano.
̶ ¿Pero de quién es diseño?
̶ El diseño es mío…
̶ O sea que la hizo usted…
̶ Bueno, en realidad…
̶ ¿Puede hacer una alfombra para el Museo de Arte Moderno de Nueva York? Pero más grande, claro, de unos tres metros por cuatro…
Y es así como los Fisch obtuvieron los recursos necesarios, no más de 300 dólares de entonces, cuenta ella misma, para abrir las puertas de su primer “Folclore Olga Fisch”, aquel que quedaba sobre la calle Tarqui. La mayoría de los quiteños de entonces, no tenía idea siquiera de lo que significaba esa palabra… “folclore”. Me temo que la “sal quiteña” de la época lo habrá explicado con escasa "correción politica": palabras de “gringo” para vender cosas de “indios”…
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Una mujer extraordinaria: Olga Fisch (1901-1990) |
III. Segundo rollo
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Audrey Hepburn y Gregory Peck en Vacaciones en Roma (1953) |
"Una película nunca es realmente buena, a menos que la cámara sea un ojo en la cabeza de un poeta"
Orson Welles (1915 – 1985)
Ha llegado el segundo carrete de película y podemos abandonar la digresión colorida, de alegres matices artesanales. Volvemos al plomizo hilo de nuestra narrativa principal.
Su protagonista, María Eugenia era un espíritu. En el fondo todos los somos, naturalmente, pero existen aquellos seres que trasuntan esa condición con patente nitidez. Nos hacen percibir claramente su carácter de un espíritu puro, cardinal, que ha encontrado albergue en la carne efímera. En este caso, un cuerpo de armónica proporción y un rostro angélico, de nariz fina, aristocrática, pero de determinación aguileña, cuyo mirar profundo, bruno, pareciera rendir su homenaje al silvestre capulí.
Su deambular airoso por el empedrado indiferente era, en mi imagen, el celebérrimo caminar de la joven Loren cuando aún vendía pizzas en El oro de Nápoles de Vittorio De Sica. Mi figuración incluye el busto, no menos imponente que el de la diva de Campania. Llevaba el cabello prolijamente recogido como Silvana Pampanini, aunque en el castaño ceniciento de Silvana Mangano.
Los astros concertaron acertadamente la mise en scéne en aquel escenario telúrico, donde el arte se aunaba a la tierra, en medio de los tapices, las esculturas, la orfebrería, la cerámica. Y arte había... de todas las formas imaginables.
Sin embargo, esos mismos astros aquel día estaban agitados. Los planetas zumbaban enloquecidos, las constelaciones colisionaban. Olga Fisch, patrona de nuestra heroína, su benefactora más bien, había perdido la paciencia. Cosa rara. No que la artista perdiera la compostura, evento harto frecuente dado su temperamento y su poca tolerancia hacia la mediocridad. Lo extraño era que el motivo de su enojo fuera la poca habilidad de María Eugenia. Es que la joven, a pesar del poco tiempo que llevaba trabajando en la tienda, había descollado por su competencia y su responsabilidad, ganándose rápidamente el afecto y la confianza de su jefa. Pero esta vez no había caso: la tarea que había encomendado a la joven superaba su capacidad.
Si en los meses que llevaba trabajando en la tienda de folclore María Eugenia había visto las más caprichosas piezas de arte y artesanía, de las formas más antojadizas y variadas, el jarrón que le tocaba envolver esta vez rebasaba, por sus ciclópeas dimensiones, cualquier envoltura posible. Por su estructura amorfa y asimétrica, por su peso y a la vez su fragilidad, el esperpento parecía concebido a propósito para impedir cualquier forma de embalaje que lo condujera intacto a su destino.
Y encima estaban los clientes sabatinos que desfilaban sin pausa por el local. Parecían decididos a fastidiar a las vendedoras con sus preguntas, requerimientos y exigencias, más que a comprar ninguna pieza de artesanía.
Entre ellos destacaba nuestro Cary Grant que había atravesado el lobby del hotel con paso tan elegante cuanto garboso era el de su co-estrella. Destacaba entre el grupo de caballeros que lo acompañaba, no tanto por aquellas facciones que Hitchcock hubiese sabido explotar, ni por su refinado conjunto de tweed inglés. Ni tan siquiera por ser evidentemente el líder de la camarilla que rondaba en torno suyo.
Aparte de ser el soberano de aquella animada pléyade masculina, Eduardo llamaba la atención por lucir con toda desenvoltura, cosa singular en ese entonces, una "chiva", es decir una bien acicalada barba puntiaguda al modo de un beatnik bohemio de las grandes ciudades.
Su séquito no paraba de hablar animada y ruidosamente. Alguno ostentaba una de aquellas enormes cámaras del periodismo de entonces y tomaba fotografías de manera inconsulta, casi prepotente, dejando un rastro de destellos de magnesio en las retinas de todos los presentes.
Su séquito no paraba de hablar animada y ruidosamente. Alguno ostentaba una de aquellas enormes cámaras del periodismo de entonces y tomaba fotografías de manera inconsulta, casi prepotente, dejando un rastro de destellos de magnesio en las retinas de todos los presentes.
También ellos acosaban a las vendedoras con sus consultas. Peor aún, conducidos por una especia de manía profesional, sus preguntas no tardaban en tomar el cariz de una verdadera entrevista. Uno de ellos sacó del bolsillo de su americana una libretita y anotaba las respuestas. Todo ocurría en medio del ajetreo de una mañana de sábado repleta de turistas… a los que había que atender en varios idiomas.
Eduardo dejó atrás su a preguntona comitiva y se acercó a la joven que, absorta en la tarea descomunal que le había sido encomendada, no había siquiera percibido su presencia. Los violines comienzan a cantar. El tema de amor de nuestra película alcanza un clímax digno de Chaikovsky, mientras un primerísimo plano nos muestra la expresión preocupada de los bellos ojos de María Eugenia, convenientemente resaltada por el haz de un oculto reflector elipsoidal.
Lejos de requerir un precio o preguntar el origen de alguna pieza, Eduardo dijo, acompañado por la empalagosa melodía de las cuerdas:
−¿La puedo ayudar?
− En este momento no lo puedo atender. Es que estoy…
−Sí. Ya veo. Le pregunto si la puedo ayudar.
María Eugenia levantó los ojos. Su expresión había cambiado de preocupación a extrañeza.
−¿Me permite? Insiste el galán, mientras toma de la mesa las tijeras: por aquí debe haber alguna caja de cartón vieja.
−Sí claro… atrás quedan algunas.
Eduardo, apoyándose confiadamente sobre el mostrador, la ve alejarse hacia la trastienda. Pronto la chica vuelve a emerger, embrollada con un enorme trozo de cartón. Sonríe algo avergonzada. Lo mira: el tema amoroso, que ha sonado hasta el hartazgo, resuena ahora en un tutti orquestal, con protagonismo de los bronces, conforme ambas miradas se cruzan.
Eduardo, con la seguridad de un cirujano, transforma en pocos minutos la tosca pieza de cartón corrugado en una caja de la forma y el tamaño exactos para contener tan díscolo jarrón.
Su proeza ha llamado la atención de sus compañeros, y poco después de toda la concurrencia. Cuando envoltorio alcanza su apariencia final, la hazaña es recibida con aplausos. Es más, doña Olga, la dueña del establecimiento, felicita personalmente al vencedor, asegurando que el continente tiene mejor factura que el contenido.
Una rápida cortina con los infaltables glissandi de las arpas, nos ahorra todos los detalles intermedios: las repetidas visitas a la tienda de folclore, los cafecitos, el cortejo, el gusto por el buen vino en que Eduardo inició a María. Nos saltamos la desazón familiar cuando el Teniente Coronel descubre que su hija pretende casarse “con un divorciado”. Incluso omitimos la sencilla ceremonia íntima, en la iglesia del Sagrario, en la que, sin la presencia de sacerdote alguno, Eduardo y María Eugenia intercambian sus aros nupciales.
El "corte" nos lleva a una escena membretada como “pocos años después”. El editor nos introduce en la sala de mi casa infantil, con el fondo de una alegre chimenea encendida, símbolo hogareño si los hay, a cuya juguetona luz parecen bailar aquellos animales que, a modo de las cavernas de Lascaux, mi padre había pintado en la pared.
Aparecemos en la escena mi hermano Santiago y yo, jugando sobre la alfombra. Es ésta la que a su vez había inspirado a mi padre las pinturas rupestres del muro. Se trata, por supuesto, de una alfombra de Olga Fisch.
"Fin"
"Fin"