SIETE: Amor de película

Hepburn y Peck frente a la "Bocca della veritá"
en Vacaciones en Roma 

"Una película es, o debiera ser, más como la música que como la ficción"

Stanley Kubrik (1928 – 1999)


I Telón de fondo

Mis padres se conocieron en blanco y negro. Es que yo solamente puedo vislumbrar aquel primer encuentro en una coreografía de Visconti, de Fellini o algún otro maestro del cine italiano de la época. No. Me desdigo: en realidad lo imagino de un modo menos elevado en su alcance estético, pero más almibarado y sobre todo más romántico; concibo la escena inmersa en una atmósfera irreal, semejante al estereotipo con que el cine norteamericano remeda la comedia romántica italiana. Por ejemplo, cuando William Wyler concertó el encuentro de Audrey Hepburn y Gregory Peck en el banco de un parque romano, recortados sobre el pastoso fondo de violines enamorados en Vacaciones en Roma (Roman Holiday, 1953)

Y en mi fantasía, alimentada una y otra vez por la narración de sobremesa, el sonido cavernoso y confuso del cine de barrio vuelve ininteligibles las palabras, la incesante llovizna de raspones y arañazos se cierne sin piedad sobre las imágenes grisáceas, los fotogramas faltantes producen repentinas convulsiones en los personajes,  dando más autenticidad a la narrativa fraguada en mi mente infantil.    

Es que mi padre (Marcello Mastroianni) conoció a mi madre (Claudia Cardinale) en el Hotel Humboldt de aquel tiempo.

Cinecittà no hubiese podido montar mejor escenografía que las modernistas líneas de ese edificio que aún se yergue en la esquina de las calles Espejo y Guayaquil, pero que ya no alberga  hotel alguno. Las austeras líneas de la edificación, con su ríspida, despojada, casi violenta modernidad, contrastaban en ese entonces con su churrigueresco entorno colonial. Hoy no se da más tal contraste: su futurismo ha sido superado largamente por la fealdad, la aspereza cúbica y el cemento crudo de su vecino, el “nuevo” Palacio Municipal, monstruo frígido y trapezoidal  con el que la petulancia petrolera de los años 70 reemplazó la elegancia republicana del “antiguo” cabildo.

El edificio albergó también al extinto "Banco la Previsora"

Pero en aquellos días el cáncer arquitectónico cementoso, que tantas metástasis ha esparcido por toda la urbe, todavía no había irrumpido en el casco colonial. La ciudad brindaba una escenografía más acorde con nuestra historia. 

II. Excursus en Technicolor



"La perla es la autobiografía de la ostra"
Federico Fellini (1920 – 1993)

Marchando peligrosamente en sentido contrario al tránsito, pasándose la luz roja, trepándose a las veredas, esquivando con habilidad a los peatones y toda suerte de obstáculos, perseguidos por los perros y los gamines, los motociclistas avanzaban como poseídos por un espíritu endemoniado, por un duende precipitado e imprudente. Su  único cargamento, aparte del diestro pero  irresponsable conductor, era una enorme caja redonda de lata, oxidada y maltrecha a causa de los innumerables y temerarios viajes en moto por la ciudad. Y con harta frecuencia el más temible de los peligros que le tocaba sortear a alguno de esos alocados conductores era justamente un colega motociclista que transportara con el mismo frenesí otra caja de latón, pero en sentido contrario.

Lo que en su desatinada marcha llevaban, de una sala de cine a la otra, esos desaforados, eran los rollos de película que debían exhibirse. De allí su apuro. Ni bien una sala terminaba de proyectar, digamos, el primer rollo, era preciso llegar a tiempo con el segundo, a su vez retirar el rollo que se acababa de exhibir, y volar por las callejuelas quiteñas, aún tranquilas por ese entonces, con aquel tesoro, que era ansiosamente requerido en un teatro lejano para el inicio de la proyección. Huelga decir que no terminaban allí las correrías: era menester retirar el último rollo y remontarse a toda velocidad a la primera sala, a tiempo de mostrar al público el final de la película.  Los largos culebrones épicos de aquellos tiempos, Los Diez Mandamientos de De Mille, o el Ben Hur de Wyler, requerían una cantidad adicional de presurosas carreras en motorizado Cinemascope.

Hacen bien en imaginarse mis lectores que muchísimas veces el motociclista no llegaba a tiempo… Si la interrupción se extendía más allá de uno o dos minutos, se encendían las luces. El “bache” era ya oficial y producía la exaltada protesta del público.  Cuando no había esperanza de conocer el paradero ni la suerte del transportista cinematográfico de dos ruedas en esa época sin teléfonos celulares, el operador podía conjeturar, y con razón,  que un poste se habrá cruzado en su camino, que un agente de la policía lo detuvo en medio de una maniobra particularmente arriesgada, o que el mentado motoquero se habrá detenido a beberse orondamente las ganancias de la quincena en algún bar por el camino. En esos casos, en los que había asomo de la preciada lata corroída y en los que el público parecía decidido a prender fuego al edificio, el operador entretenía al respetable con algún cortometraje u otro material que tuviera a la mano.

Y en tanto arriba a mi mente el segundo rollo de mi narración cinematográfica, trazada en estricto blanco y negro, la que cuenta el encuentro paterno y que había iniciado en el capítulo anterior, proyecto en las imaginación de  mis lectores un intermedio de matices coloridos, fúlgidos y alegres.  

El hotel de marras ofrecía a los huéspedes, entre sus atracciones, una tienda de artesanías, una de las primeras de su clase en la ciudad. No eran habituales tales comercios, porque hasta entonces la artesanía había sido vista como un asunto “de indios”, no como algo digno de exhibirse en un hotel elegante y menos para turistas extranjeros. Los señoritos “blancos” de la clase acomodada nunca hubiesen concebido el ocuparse de esas chucherías bastas y baratas. A lo más, y muy “dentro de casa”, alguna abrigada colcha de alpaca o algún poncho o pachalina para el frío. Y para el extranjero, a lo más un “souvenir” de mala factura y peor gusto, que acreditara que efectivamente había visitado “la mitad del mundo”. Poco aprecio se tenía por el primoroso bordado, la delicada filigrana, la cerámica irreprochable. 

Tuvo que ser una extranjera, una artista enamorada desde niña del arte popular, la creadora húngara Olga Anhalzer (1901-1990, que firmó siempre con el apellido de su esposo, es decir, “Olga Fisch”), la que tuvo la sensibilidad necesaria para apreciar la destreza del artesano ecuatoriano.

El Zeppelin volando sobre Río.
Tomado de las Memorias de Olga Fisch.

El célebre dirigible Graf Zeppelin  había conducido a la joven hasta el Brasil, lejos de la persecución Nazi, pero sus atesoradas  piezas folclóricas, las de sus correrías por el norte del África, Italia y el centro de Europa, se perdieron para siempre en el holocausto y la locura. A su vez, la artesanía y la arqueología brasileñas, fruto de no menos viajes y esfuerzos de recolección por el enorme territorio del Brasil, acabaron en el fondo del mar. El vapor que conducía a los Fisch de regreso a Europa zozobró en las tormentosas aguas del Atlántico.

Y así, un día de junio de 1938, Béla y Olga arribaron a nuestro país con lo que traían puesto. Por suerte, la bienvenida que les dio la cálida tierra tropical no podía ser más auspiciosa: la pequeña población costera en que ancló su nave se llamaba “Libertad”.  

Ni bien descendieron del ferrocarril que a su vez los condujo a la capital, la flamante profesora de la Escuela de Bellas Artes de Quito quedó prendada de cuanto veía. Las ricas blusas de las otavaleñas, por ejemplo, de mangas generosas recamadas en puntillas de otros tiempos, cual alas angélicas que transportaran en su pechera, bordadas cuidadosamente,  las flores de esa amable tierra imbabureña. Albas mariposas de encaje coronadas, a falta del oro de los ancestros, con interminables collares de fino cristal bohemio. Las variopintas y elegantes faldas plisadas de las indígenas de Zuleta, arcoíris alegre y bailarín de grácil movimiento, colorido como sus mercados de fruta; la filigrana cuencana, encaje sutil e intrincado de la plata más fina, que plasma su laberinto en zarcillos y colgantes.

Embriagaron sus ojos los matices francos de esa paleta primitiva, prístina,  que desconoce las gamas y las reglas europeas, colores que destilan el cielo ecuatorial y los pigmentos primarios de sus flores, de sus guacamayos, de su misma sangre. Olga inició su tercera colección de artesanías, con la esperanza de que esta vez ninguna conflagración, ningún naufragio, acabaran con sus tesoros.

Me alejo aún más del curso de la narración, porque éste es el punto del relato en que conviene que les hable de Guano. Aquel pequeño y paupérrimo cantón se reclina al costado del gigante Chimborazo, y es bien conocido por sus tejidos de lana, en especial la elaboración de alfombras. Justamente esa era a su vez la especialidad de Olga, que había aprendido el oficio entre los tejedores marroquíes durante sus viajes por el reino bereber.

Fue su encuentro con sus colegas tapiceros chimboracenses el que trajo a Olga sus  primeros éxitos artísticos y comerciales, así como un enriquecedor intercambio de destrezas. Inició a los tejedores locales en el punto tupido y fuerte que había aprendido en Marruecos, y se valió de su habilidad para materializar sus diseños en irrepetibles obras de arte que, con el tiempo, llegarían a exponerse en los más reputados salones del mundo.
Pero no nos adelantemos. Estamos recién en el momento en el cual, entre las numerosos tapices, alfombras y otras piezas de su autoría, así como las artesanías y obras de arte que iba adquiriendo, el hogar de los Fisch fue atiborrándose de talento, asemejándose más a un atestado museo que a una vivienda. Al ver el prestigio que su colección iba tomando, acordaron los Fisch que era el momento de abrir una tienda de artesanías. ¿Pero cómo? Ello significaba alquilar un local, con las subsiguientes responsabilidades, emplear personal, y ni hablar de comprar aún más piezas, con miras no ya a coleccionarlas, sino a comercializarlas. ¿De dónde sacar el dinero?

Cuenta la propia artista que, hallándose el matrimonio en esas disquisiciones, recibieron el llamado de un caballero norteamericano que deseaba conocer la colección. El visitante resultó ser nada menos que el multifacético Lincoln Kirstein (1907 – 1996), conocido empresario artístico, conspicuo personaje del ambiente artístico neoyorquino, fundador del American Ballet y a la sazón  director del Ballet de la Ciudad de Nueva York.

Tras varias vueltas por la casa de los Fisch, Kirstein reparó en una pequeña alfombra tendida en el piso.

̶  ¿Y esta alfombra? ¿Quién hizo esta alfombra?
̶  Esa me la hicieron en Guano.
̶  ¿Pero de quién es diseño?
̶  El diseño es mío…
̶  O sea que la hizo usted…
̶  Bueno, en realidad…
̶  ¿Puede hacer una alfombra para el Museo de Arte Moderno de Nueva York? Pero más grande, claro, de unos tres metros por cuatro…

Y es así como los Fisch obtuvieron los recursos necesarios, no más de 300 dólares de entonces, cuenta ella misma, para abrir las puertas de su primer “Folclore Olga Fisch”, aquel que quedaba sobre la calle Tarqui. La mayoría de los quiteños de entonces, no tenía idea siquiera de lo que significaba esa palabra… “folclore”.  Me temo que la “sal quiteña” de la época lo habrá explicado con escasa "correción politica": palabras de “gringo” para vender cosas de “indios”…

Una mujer extraordinaria:
Olga Fisch (1901-1990)
III. Segundo rollo



Audrey Hepburn y Gregory Peck en Vacaciones en Roma (1953)


"Una película nunca es realmente buena, a menos que la cámara sea un ojo en la cabeza de un poeta"
Orson Welles (1915 – 1985)

Ha llegado el segundo carrete de película y podemos abandonar la digresión colorida, de alegres matices artesanales. Volvemos al plomizo hilo de nuestra narrativa principal.

Su protagonista, María Eugenia era un espíritu. En el fondo todos los somos, naturalmente, pero existen aquellos seres que trasuntan esa condición con patente nitidez. Nos hacen percibir claramente su carácter de un espíritu puro, cardinal, que ha encontrado albergue en la carne efímera. En este caso, un cuerpo de armónica proporción y un rostro angélico, de nariz fina, aristocrática, pero de determinación aguileña, cuyo mirar profundo, bruno, pareciera rendir su homenaje al silvestre capulí.

Su deambular airoso por el empedrado indiferente era, en mi imagen, el celebérrimo caminar de la joven Loren cuando aún vendía pizzas en El oro de Nápoles de Vittorio De Sica. Mi figuración incluye el busto, no menos imponente que el de la diva de Campania. Llevaba el cabello prolijamente recogido como Silvana Pampanini, aunque en el castaño ceniciento de Silvana Mangano.

Los astros concertaron acertadamente la mise en scéne en aquel escenario telúrico, donde el arte se aunaba a la tierra, en medio de los tapices, las esculturas, la orfebrería, la cerámica. Y arte había... de todas las formas imaginables.

Sin embargo, esos mismos astros aquel día estaban agitados. Los planetas zumbaban enloquecidos, las constelaciones colisionaban. Olga Fisch, patrona de nuestra heroína, su benefactora más bien, había  perdido la paciencia. Cosa rara. No que la artista perdiera la compostura, evento harto frecuente dado su temperamento y su poca tolerancia hacia la mediocridad. Lo extraño era que el motivo de su enojo fuera la poca habilidad de María Eugenia. Es que la joven, a pesar del poco tiempo que llevaba trabajando en la tienda, había descollado por su competencia y su responsabilidad, ganándose rápidamente el afecto y la confianza de su jefa. Pero esta vez no había caso: la tarea que había encomendado a la joven superaba su capacidad.

Si en los meses que llevaba trabajando en la tienda de folclore María Eugenia había visto las más caprichosas piezas de arte y artesanía, de las formas más antojadizas y variadas, el jarrón que le tocaba envolver esta vez rebasaba, por sus ciclópeas dimensiones, cualquier envoltura posible. Por su estructura amorfa y asimétrica, por su peso y a la vez su fragilidad, el esperpento parecía  concebido a propósito para impedir cualquier forma de embalaje que lo condujera intacto a su destino.

Y encima estaban los clientes sabatinos que desfilaban sin pausa por el local. Parecían decididos a fastidiar a las vendedoras con sus preguntas, requerimientos y exigencias, más que a comprar ninguna pieza de artesanía. 

Entre ellos destacaba nuestro Cary Grant que había atravesado el lobby del hotel con paso tan elegante cuanto garboso era el de su co-estrella. Destacaba entre el grupo de caballeros que lo acompañaba, no tanto por aquellas facciones que Hitchcock hubiese sabido explotar, ni por su refinado conjunto de tweed inglés. Ni tan siquiera por ser evidentemente el líder de la camarilla que rondaba en torno suyo.

Aparte de ser el soberano de aquella animada pléyade masculina, Eduardo llamaba la atención por lucir con toda desenvoltura, cosa singular en ese entonces, una "chiva", es decir una bien acicalada barba puntiaguda al modo de un beatnik bohemio de las grandes ciudades.

Su séquito no paraba de hablar animada y ruidosamente. Alguno ostentaba una de aquellas enormes cámaras del periodismo de entonces y tomaba fotografías de manera inconsulta, casi prepotente,  dejando un rastro de destellos de magnesio en las retinas de todos los presentes.

También ellos acosaban a las vendedoras con sus consultas. Peor aún, conducidos por una especia de manía profesional, sus preguntas no tardaban en tomar el cariz de una verdadera entrevista. Uno de ellos sacó del  bolsillo de su americana una libretita y anotaba las respuestas. Todo ocurría en medio del ajetreo de una mañana de sábado repleta de turistas… a los que había que atender en varios idiomas.

Eduardo dejó atrás su a preguntona comitiva y se acercó a la joven que, absorta en la tarea descomunal que le había sido encomendada, no había siquiera percibido su presencia. Los violines comienzan a cantar. El tema de amor de nuestra película alcanza un clímax digno de Chaikovsky, mientras un primerísimo plano nos muestra la expresión preocupada de los bellos ojos de María Eugenia,  convenientemente resaltada por el haz de un oculto reflector elipsoidal.

Lejos de requerir un precio o preguntar el origen de alguna pieza, Eduardo dijo, acompañado por la empalagosa melodía de las cuerdas:

¿La puedo ayudar?
 En este momento no lo puedo atender. Es que estoy…
−Sí. Ya veo. Le pregunto si la puedo ayudar.

María Eugenia levantó los ojos. Su expresión había cambiado de preocupación a extrañeza.


−¿Me permite? Insiste el galán, mientras toma de la mesa las tijeras: por aquí debe haber alguna caja de cartón vieja.
−Sí claro… atrás quedan algunas.

Eduardo, apoyándose confiadamente sobre el mostrador,  la ve alejarse hacia la trastienda. Pronto la chica vuelve a emerger, embrollada con un enorme trozo de cartón. Sonríe algo avergonzada. Lo mira: el tema amoroso, que ha sonado hasta el hartazgo, resuena ahora en un tutti orquestal, con protagonismo de los bronces, conforme ambas miradas se cruzan.

Eduardo, con la seguridad de un cirujano, transforma en pocos minutos la tosca pieza de cartón corrugado en una caja de la forma y el tamaño exactos para contener tan díscolo jarrón.

Su proeza ha llamado la atención de sus compañeros, y poco después de toda la concurrencia.  Cuando envoltorio alcanza su apariencia final, la hazaña es recibida con aplausos. Es más, doña Olga, la dueña del establecimiento, felicita personalmente al vencedor, asegurando que el continente tiene mejor factura que el contenido.

Una rápida cortina con los infaltables glissandi de las arpas, nos ahorra todos los detalles intermedios: las repetidas visitas a la tienda de folclore, los cafecitos, el  cortejo, el gusto por el buen vino en que Eduardo inició a María. Nos saltamos la desazón familiar cuando el Teniente Coronel descubre que su hija pretende casarse “con un divorciado”. Incluso omitimos la sencilla ceremonia íntima, en la iglesia del Sagrario, en la que, sin la presencia de sacerdote alguno, Eduardo y María Eugenia intercambian sus aros nupciales.

El "corte" nos lleva a una escena membretada como “pocos años después”. El editor nos introduce en la sala de mi casa infantil, con el fondo de una alegre chimenea encendida, símbolo hogareño si los hay, a cuya juguetona luz parecen bailar aquellos animales que, a modo de las cavernas de Lascaux, mi padre había pintado en la pared.


Aparecemos en la escena mi hermano Santiago y yo, jugando sobre la alfombra. Es ésta la que a su vez había inspirado a mi padre las pinturas rupestres del muro. Se trata, por supuesto, de una alfombra de Olga Fisch.


"Fin"

SEIS: Escena en la península

Guayaquil antiguo

"Dos linajes solos hay en el mundo, como decía una agüela mía, que son el tener y el no tener."
Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616)


Los hombres entraron al cobertizo completamente negros, cual si un repentino sortilegio hubiese trocado sus cabellos por un alquitrán fuliginoso y su piel por la del tiznado bereber. A pesar de su repentino cambio de aspecto, que reducía sus elegantes trajes europeos a un mazacote negruzco,  todos levantaban las manos eufóricos, aullando, embriagados de dicha, como si celebraran un raro rito africano acorde con lo chocante de su facha.

Las mujeres, angustiadas, veían que a cada paso que daban estos seres extraños, negros y aceitosos, dejaban marcadas sus huellas en el piso y en las pocas alfombras que lo adornaban; veían asimismo con horror que los engendros acercaban a sus rostros las grasientas manos, esas manos que atolondradamente agitaban en el aire salpicándolo todo de oleosa negritud, a fin de que ellas pudieran compartir su júbilo.

̶ ¡Mira, María Mercedes, mira!, gritaba con paroxismo aquel nauseabundo fantasma africano que parecía haberse apropiado de la voz de Pancho.

Pero sus manos negras y jubilosas no podían haber encontrado menos entusiasmo que en la mirada indiferente de doña María Mercedes Ycaza.

̶  Ay, Pancho, ¡no ves que me vas a ensuciar la cara!

Sin desalentarse por la fría recepción de su mujer,  don Pancho dirigió el repugnante contenido de sus manos al rostro de su hermana,
̶
-¡Mira, mira, Antuca! ¡Petróleo!
̶
-¡Petróleo, petróleo!, gritaban sin cesar los demás hombres, abrazándose entre sí  sin conseguir, por supuesto, embarrarse mutuamente más de lo que ya estaban.

En verdad, el opíparo festín, los generosos tragos de champaña francesa, la alegría masculina, todos ellos estuvieron manchados de aquella brea viscosa. Y estaban además sobradamente justificados: los pozos de La Carolina escondían en sus entrañas tanto aceite parduzco, inmundo e inflamable como los lechos de Petrópolis.

William Barry, otrora gerente de la Anglo, participaba con no menos emoción en los aceitosos abrazos y apretones de manos, felicitando a todo el que encontrara a su paso con su inimitable acento británico y manchándolo todo con igual oleosidad, en especial a su flamante gerente de operaciones, don Francisco Illescas Barreiro. Muy para sus adentros, por otra parte, se felicitaba a sí mismo por haberlo elegido.

Mi tío Pancho había sido hasta hace poco un abogado más de la Anglo-Ecuadorian Oil Fields, aquella compañía inglesa que, cual las severas institutrices de aquel imperio ultramarino,  vino a tutelar los pinitos del petróleo ecuatoriano.  El buen desempeño de mi tío animó al inglés a unírsele en la creación de  dos compañías independientes: “Petrópolis” y  ”La Carolina”, ambas destinadas a aprovechar los pozos petrolíferos de la península de Santa Elena, aquella puntiaguda nariz que se extiende sobre el Pacífico cual una rima quevediana: “érase un país a una nariz pegado”. En efecto, si se fijan los lectores en el mapa de mi tierra, verán que esa trompa geográfica,  aunada a la sonrisa socarrona de la desembocadura del río Guayas, da al litoral ecuatoriano su perenne y alegre perfil de bufón.

Hoy en día, cuando se habla de petróleo, ya no pensamos en la península narigona. Pensamos en el “Oriente”, al otro lado de los Andes, en la Amazonía ecuatoriana, parte de aquel interminable bosque tropical que desconoce fronteras y que llega a la monumental cuenca brasileña de aquel río a cuyos estuarios los hombres de Orellana vislumbraron las míticas Amazonas.
Las mujeres guerreras de Herodoto ya no corretean por esas selvas. Hoy son las grandes torres las que han invadido la prístina jungla como formidables árboles metálicos, cíclopes temibles aparejados de un entrevero de tanques, un amasijo de tuberías y sus infaltables secuaces, las torres de gas natural, cuyas lenguas de fuego no se apagan a ninguna hora, temibles dragones de aliento demoníaco e interminable.

Pero en aquel entonces el petróleo amazónico, el de la efímera bonanza setentera, el de los consiguientes gobiernos militares, no se había descubierto todavía. La extracción era cansina e ingenua. Las bombas, de talla mucho menor que las torres amazónicas, subían y bajaban acompasadamente sus lomos dóciles, como un buey manso y afirmativo, como un pájaro bobo de salón que se hubiese instalado en la “sabana grande”, compitiendo no con la selva húmeda, sino con la caña de azúcar, el ceibo y el balso.



El éxito petrolero de Pancho no era ni remotamente el triunfo económico que, visto con la perspectiva actual, pudiera parecernos. Hoy nos viene a la mente la imagen del ranchero tejano  de las películas; aquel que, por un fortuito accidente, al cavar un pozo artesiano en su pequeña granja, se topa con el oro negro y, volviéndose millonario de la noche a la mañana, empieza a encender sus puros con billetes de cien dólares.

Para don Pancho Illescas, lo del petróleo no era más que uno entre sus muchos emprendimientos. Como el Ecuador de entonces no contaba con refinerías y como el líquido oleaginoso no tenía la utilidad y ni el valor que le damos hoy, aquella actividad no era ni siquiera la más rentable de las que había acometido. Gran parte de la producción se destinaba no a poner en movimiento motores, maquinarias y automóviles, sino a encender modestas “lámparas de petróleo”. Por si fuera poco, pobre doña María Mercedes, el resultado final de la operación era esa brea viscosa, sucia y aburrida. Para ella, que había crecido en la Avenue Victor Hugo de  París, en el elegante 16to. arrondissement, que había residido en hoteles de lujo en Buenos Aires y Nueva York, el negocio éste del petróleo en que se había metido su marido, lleno de mosquitos, zancudos, calor y humedad,  era un verdadero calvario.  

¿Quién diría que el ser grasiento y apestoso, cubierto de pies a cabeza en alquitrán, allí, en ese cobertizo en medio del yermo húmedo, pajizo, era ni más ni menos que el célebre financista, el propietario y accionista de tantas, tan importantes y disímiles empresas?

Esta bitácora de gestas heroicas no estaría completa sin la historia de don Pancho Illescas, el arquetipo del “self-made-man”, aquel individuo nacido en la pobreza que, venciendo todo tipo de adversidades,  sabe erigir un imperio sin otras herramientas que su empeño, su visión y su talento financiero.  En su caso habría que mencionar otros atributos no menos importantes: su bonhomía, su sentido del humor y su facilidad para trabar amistades  útiles y duraderas.

Yo no fui testigo de la rápida ascensión de mi tío hacia las cúspides mercantiles. Es más: su imperio económico resultó  fugaz. No se expandió a las futuras generaciones. A mí, al menos, no me salpicó ni tan siquiera una moneda, como no sea de manera indirecta. Sin embargo, no puedo escapar a la sombra de su influencia en muchos ámbitos de mi vida. 

Pancho nació con el siglo, en 1900. Heredero de tierras marchitas, heridas por la sequía, se elevó del yermo y levantó prontamente un emporio que incluyó al menos dos teatros, medios de prensa  y, sobre todo, el monopolio farináceo del país. A su muerte, su capital se fragmentó y disipó, pero su fortuna continuó incrementándose en forma imaginaria: La fábula de sus hermanas no cesaba de pintar con colores cada vez más vivos aquel patrimonio, que se volvía más y más grandioso y extravagante con cada narración.

El encuentro con William Barry, el ya mencionado gerente petrolero británico, fue uno de los puntos medulares de su curso vital. No por los alcances económicos que tuvo su relación, sino porque, en representación de la compañía de Barry, a Pancho le tocó viajar repetidamente a Europa. Así fue como, en el ya referido 16to. arrondisement de París conoció, ya se lo imaginarán ustedes, a doña María Mercedes.

El pintor debió olvidar los cánones clásicos cuando quiso retratar aquellos ojos enormes, gatunos, avasalladores; hubo de combinar en su paleta gamas luminosas,  como si quisiera captar el crepitar de un fuego polícromo. Su cuerpo, en cambio, acariciado por el cincel de Fidias en el más fino mármol de Paros, parecía un ejemplo de la perfección helenística, pero contagiado, eso sí, de aquel inimitable vaivén de caderas de las mujeres tropicales.

Todo pintor, al menos todo pintor avezado, curtido en el difícil arte del retrato, sabe que aquellas diosas grecorromanas suelen tener un carácter muy difícil. De común son caprichosas, arrogantes, egocéntricas. Cuanto más grácil y exigua sea  la línea de la nariz, más delicado el trazo de una mano al apoyarse sobre la otra, cuanto más misterio y sutileza esboce la sonrisa; tanto más ásperas y continuas serán sus quejas, más extravagantes sus caprichos, más obstinada, veleidosa, presumida,  y superficial será la diosa.

El retratista experto prefiere tomar de modelo una mujer de encantos más modestos, una mujer común, si se quiere, y transformarla mediante el arte de sus pinceles en una belleza extraordinaria. La retratada expresará su gratitud de las maneras más generosas. No faltará la que preste al hábil pintor no sólo sus facciones para el retrato, sino su propio cuerpo, para el disfrute. Una beldad excelsa, como Mechita, en cambio, nunca estará conforme con el retrato.

Pero don Pancho no era pintor y, en general, aún a sus 33 años y amparado por la mismísima diosa fortuna, desconocía los ardides de las demás féminas habitantes del Olimpo. Por si fuera poco, su Helena de Troya sabía vestirse para la conquista: Madame Grès, Madeleine Vionnet o Monsieur Piquet seguían al pie de la letra los contornos generosos, extendían en grácil evasé la magnificencia de su femeneidad, entallaba su cintura  con el abrazo de un corsage  insinuante y lujurioso, ostentaba el busto, ya de por sí perfecto, con los alardes únicos de la haute couture de aquellos años.

Sin embrago, ni los vestidos de diseñador francés, ni las cuentas bancarias de don Pancho pudieron evitarlo: La discordia en la pareja tardó menos en aparecer que el amor. El carácter dominante e imperioso de la diva no tardó en brotar a la superficie, como una tormenta tropical que enturbiara de pronto el remanso de sus ojos claros. Nacida el mismo año que su marido, huérfana de madre desde muy niña, Mercedes se educó siempre en el extranjero. Sólo venía a Guayaquil en breves visitas, en guisa de  deidad inaccesible y displicente, cuando debía ganar algún concurso de belleza. Se regresaba raudamente a Francia, su patria adoptiva, con el trofeo de sus encantos en la valija.

Mientras el doctor Francisco Illescas se dedicaba a sus negocios, Mecha y Panchito Jr., el único vástago de la unión, deambularon juntos, lejos del padre de familia, de París a Roma, de Madrid a Nueva York, del Hotel Plaza al Hilton, del Ritz al Savoy.



Pero nosotros volvamos a la península. Entre los testigos de la escena petrolera que he descrito se encontraba justamente Maria Antonieta, mi abuela, la pianista a la que he dedicado ya un capítulo de esta narrativa heroica. Ella demostró siempre, al contrario de su hermano ricachón, muy poco talento en las artes de Mercurio.  

Sin embargo, el doctor Illescas, generoso siempre, había previsto una pensión vitalicia para todos sus hermanos. En el caso de mi abuela, esta se redobló en cuanto la pobre enviudó, todavía muy joven, del doctor Eduardo Borja Pérez, mi abuelo.  Ante la muerte de su cuñado, Pancho decidió brindar a su hermana un auxilio que de repente adquirió visos de tragedia: resolvió que ella, en la situación en que se encontraba, no podría hacerse cargo de sus dos varoncitos.

Queda dicho que a la sazón el más importante de los negocios del doctor Illescas no era el petróleo, sino las harinas. “Harinas del Ecuador”, verdadero imperio de la molienda, consiguió, gracias a las hábiles maniobras políticas de su propietario, establecerse como el monopolio absoluto de las producción, distribución y venta de las harinas en el país. Es por ello que, a fin de garantizar un futuro para su sobrino, el hijo mayor de María Antonieta (o sea mi padre, Eduardo Borja Illescas), don Pancho decidió, de manera tan inconsulta como autoritaria, enviarlo a estudiar en Londres la carrera de “Flour Milling”. Dicho en buen cristiano, “molienda de harinas”. De esa manera mi padre podría, pensaba mi tío Pancho,  hacer una carrera en la más importante de sus empresas.

En cuanto al segundo vástago, don Pancho decidió tomar una medida más drástica todavía: lo arrebató del seno materno y lo insertó en el hogar de la “mejor casada” de las hermanas, seguro de que de esa manera brindaba al chico un porvenir mejor.

Mi abuela nunca se lo perdonó.  No solamente tuvo a lo largo de los años una relación difícil con aquel hijo, mi tío Ramón (el cual merece sobradamente su propia crónica en estas páginas), sino que además se trenzó en acaloradas discusiones con su hermano mayor. Sus agarradas se extendieron mucho más allá de la muerte.

Ya muy anciana, a pesar de encontrarse totalmente lúcida en las demás áreas del diario trajín, mi abuela Antuca continuaba discutiendo a los gritos con Pancho, fallecido hace ya una veintena de años. Cuando creía estar a solas en la casa, y esgrimiendo su bastón como arma mortal, clamaba a voces: “¡No se lleven a mi hijo! ¡No se lo lleven, carajo!”