OCHO: La firma del coloso

Para el amigo Pablo González Aguilar,
compañero de andanzas wagnerianas


"Soy consciente de que nunca podré cambiar a las masas, nunca transformaré nada de forma permanente. Solamente pido que las cosas buenas también tengan su lugar, su refugio."



Richard Wagner (1813-1883)

Nuieve en Las Ramblas de Barcelona, 1948


I. Wagner

--¿Y qué ópera están preparando ahora?, preguntó el coloso.

--Lohengrin, respondi, de Richard Wagner. ¿Le gusta Wagner?

--No, musitó, en realidad no.  

Esa respuesta lacónica encerraba, a pesar de lo sucinta, un profundo desprecio. Un aborrecimiento, no acaso por la música, pero sí por el hombre. EL gigante no podía acoger aprecio alguno por el ególatra, el antisemita Wagner y todo lo que su obra, manipulada por el nazismo, llegó a significar en su momento.

Es que él, el titán,  se había erigido él mismo en estandarte, en defensor de su raza aborigen, en emblema de indigenismo, una raza, la andina, que sin duda Wagner hubiese despreciado de haber tenido trato con ella. Había dedicado su vida a encontrar lugar para las facciones duras, sufrientes, sublevadas, del hombre americano, sus manos crispadas, cargadas de angustia, de indignación. El estimar a Wagner, o al menos el aceptar públicamente esa estima, hubiese sido una incoherencia de su parte.

Fueron pocas aquellas palabras, las que crucé en aquella ocasión con el colosal, el gigantesco, el grandísimo artista que fue Oswaldo Guayasamín.

A pesar de su monumental magnitud artística, la estatura física del genio indígena era más bien baja. Su rostro parecía su autorretrato, cincelado en andesita, trazado con sus propias pinceladas severas, angulosas, casi violentas.

No obstante aquel monosilábico descrédito, encontraba yo incontables paralelismos entre el frenesí dionisíaco de la música del alemán y el igualmente impetuoso, arrebatado, pincel del maestro del sol ecuatorial. Ambos artistas desataron con su creación las fuerzas primordiales de la naturaleza.
Y en la cotidianidad, ¿no fue el maestro Guayasamín  tachado innumerables veces de presuntuoso, de oportunista, de inescrupuloso, en fin, de todos aquellos defectos wagnerianos que el común de los mortales no quiere perdonar a los grandes genios?

Encuentro otra analogía más: si Plutarco hubiese conocido a estos artistas, habría dispuesto en sus “Vidas paralelas” un parangón  entre un leipsiense y un quiteño: el germano tuvo su Bayreuth, Guayasamín hizo construir su “Capilla del Hombre”.

Así es: el músico teutón concibió un teatro ideal en qué representar sus “damas musicales”  en condiciones óptimas, en especial el sacrosanto Parsifal. Por su parte, el quiteño erigió para sus creaciones un verdadero templo, un santuario de proporciones grandiosas que albergara dignamente sus enormes lienzos en un marco pétreo, abisal, sobrecogedor, acorde con su  grandeza.

La Capilla del Hombre domina la colina de Bellavista, como una huaca arqueológica a medio desenterrar. Voluminoso y cuadrangular, en santuario pre-incásico interestelar de roca y cemento ocupa casi 4000 metros cuadrados de extensión. No es menos impresionante que la Festpielhaus wagneriana que también corona una loma, pero en Baviera. Eso sí, el material básico de la construcción wagneriana, ideal por sus características acústicas, es la legendaria madera de los bosques circundantes. Su índole en por tanto más perecible que el templo pétreo de Guayasamín.

La Capilla del Hombre, que el genio no llegó a ver concluida


Mi entrevista con el gigante de la pintura no pudo ser más breve. Me despachó con un saludo no menos escueto que su apreciación sobre Wagner, y se dirigió a mi acompañante, el maestro Ernesto Xancó.
El encuentro fugaz tuvo lugar en Barcelona, en una sastrería propiedad de uno de los hijos de Xancó, ubicada sobre la Rambla. No estábamos lejos del venerable Teatro del Liceo donde yo aspiraba a ser uno de los coreutas que escoltarían al mentado caballero del cisne en su travesía lírica.

Guayasamín trabajando en su autorretrato
Si en Cataluña, tierra de cellistas, empezado por el mítico Casals, Xancó se desempeñaba como cello principal de la orquesta del Liceo, podemos darnos una idea acerca de su formidable calidad. Sin embargo, más allá del sonido señorial, cruza de roble y olivo, que sacaba a su instrumento, los ecuatorianos debemos agradecer al maestro la mera existencia de la Orquesta Sinfónica Nacional. Sin él, o, más bien dicho, sin su tozudez típicamente catalana, la entidad no existiría.

No sé qué albur llevó a Xancó a Quito. Sólo sé que estaba empeñado en ampliar el cuarteto de cuerdas que había fundado, allá por los años cincuenta, hasta transformarlo en toda una orquesta sinfónica. Naturalmente, buscaba para ello financiamiento estatal. La burocracia quiteña se empeñaba en cortarle el paso con todo tipo de obstáculos... pero el aparato estatal ecuatoriano, por vetusto y enmarañado que fuera, no sabía con quién se estaba metiendo.

El maestro Xancó se instalaba en la oficina del funcionario de turno. La secretaria insistía en que el doctor Fulano o el ministro Zutano no se hallaban en el despacho. “No importa”, contestaba Xancó: “lo esperaré”. Tranquilamente, sin rezongar por la falta de puntualidad del burócrata y sin hacerse ni el menor problema, se sentaba en cualquier silla, por incómoda que fuera, y la transformaba en su propio despacho: se ponía a contestar cartas, a bosquejar proyectos, a resolver crucigramas. Las horas pasaban. Insistía la secretaria: “El doctor no está”. “No importa, no se preocupe, lo esperaré”, contestaba Xancó, sin inmutarse, mientras continuaba escribiendo sobre su cartapacio volteado a modo de escritorio portátil.

--Disculpe señor Xancó, pero es hora del almuerzo.

--Vaya no más, por mí no se preocupe: me he traído un emparedado de butifarra catalana.

--Pero…

--¡No hay pero que valga! ¡Vaya, vaya tranquila, que yo le cuido la oficina!

Y así, pasa la tarde. Los conserjes comienzan a correr los muebles, incuída la silla en que está sentado el maestro.

--Señor Xancó: me parece que el doctor hoy ya no va a venir.

--No importa: lo esperaré, contesta Xancó sin emoción alguna, mientras a su alrededor las luces del ministerio comienzan a apagarse.

Y, ante la perspectiva de que el maestro Xancó se quede a dormir en la dependencia, aparece el funcionario, instado seguramente por las repetidas llamadas telefónicas de su asistente desesperada.

Y se dice que un día de 1956, luego de varias prolongadas visitas a distintos despachos, y luego de copiosísima correspondencia del maestro Xancó escrita sobre el reverso de su portafolio, la Orquesta Sinfónica del Ecuador dio su primer concierto. 

O. Guayasamín: Autorretrato, óleo sobre tela, 1996


II. Regreso al Malecón

Era el olor de la infancia, del agua estancada del estero, el hedor a podredumbre, la indoblegable humedad de Guayaquil. Faltaba  sólo el susurro de los grillos, otrora inmutable, que ahora estaba extrañamente desterrado de aquel cuadro de recuerdo; pero bastaba la hediondez, aquella pestilencia que Panchito siempre detestó, para que el regreso a los días de antaño pareciera una posibilidad, a pesar de los años que se habían amontonado sin dejarse sentir. La puerta crujió como un saludo familiar, una voz doméstica que recibiera al viajero.

Guayaquil
  
Podría decirse que todo estaba tal cual él lo había dejado, tanto tiempo atrás. Pero no: un tizne gris de ausencia había opacado la memoria. Los colores vivos de los brocados, las telas alegres de las paredes,  los cuadros, las esculturas, todo se había esfumado como una acuarela sumergida en el barro. Quedaban solamente estos fantasmas, cubiertos de polvo, un polvo pegajoso por la humedad, lánguidos espectros adornados tétricamente por arañas diligentes.

Y encima, estaba esa fetidez insoportable. “En fin”, pensó  Panchito procurando conformarse, “tal vez si abro todas las ventanas, si hago que alguien limpie…”

Él no tenía más fuerzas; el trajín del largo viaje lo había agotado. Además, ya no tenía la resistencia de aquellos años en que  venía así, de pasada, unos pocos días, para ver que todo siguiera más o menos en pie, arreglar alguno que otro asunto, saludar a los amigos que había dejado, cada vez más escasos, y organizar alguna festichola, si se podía. Esta vez era diferente. Venía a quedarse. ¡A vivir en Guayaquil! ¡Y con ese olor!

Subió a la recámara, descorrió las cortinas, demasiado pesadas para el clima tropical,  y abrió las persianas de par en par. La luz del mediodía inundó la habitación, con las voces de los vendedores de “agua de coco”, “pescado” y “comeybebe”.  La brisa que penetró atropelladamente en el cuarto, levantando las motas de polvo y sacudiendo las telarañas, era una brisa limpia, nítida, brillante y juguetona. No conservaba  en lo absoluto el olor rancio del Guayaquil de antes. Decididamente, era el aire empozado de la casona el que apestaba, no el que venía de la calle. Era innegable que su casa, la vieja casa sobre el malecón, la otrora señorial mansión de la familia, estaba más vieja y achacosa que su propietario, don Francisco Illescas Ycaza. Llevaba el nombre de su progenitor, el doctor Francisco Illescas Barreiro, aquel tío abuelo acaudalado mío que ya hizo una aparición en estas hojas “virtuales”.
(Ver: Escena en la península)  Es por eso que la familia lo llamó “Panchito”. Tales diminutivos suelen albergar razones ocultas; aparentan una simple y por lo demás práctica manera de distinguir al “grande” del “chico”, al padre del hijo, cuando, en realidad, no son más que la fórmula solapada con la que indicamos que el vástago crece "a la sombra" de su padre.
  
No frecuenté ni a Pancho ni a Panchito. Al mayor, por razones cronológicas, ya que falleció cuando contaba yo apenas tres años de edad; en cuanto a “junior”, a quien me hubiese encantado conocer, fue la geografía la que se opuso a mi designio, ya que Panchito siempre habitó tierras remotas. Por tanto, no puedo sostener, al menos en su caso, lo que estoy afirmando.

Me he animado a hablar de mi tío Pancho en esta bitácora, porque me he sentido respaldado por los relatos familiares. Muy poco, en cambio, es lo que he podido extraer de las abuelas, aquellas depositarias  de la historia familiar, acerca de Panchito. Un velo, una especie de tabú discreto y silencioso, parecía acallar de repente esas fuentes de testimonio oral, echar un capote, imperceptible pero real, sobre las andanzas europeas de ese tío.

Sin embargo, la imaginación, aquel surtidor inagotable pero muy poco confiable, viene siempre a mi auxilio cuando intento llenar las lagunas de mi crónica. En este caso, por ejemplo, voy a conjeturar las razones por las que decidió regresar del Viejo Mundo.

Por tanto, A pesar de no haber entrado en ella, imagino aquella casa enorme, de seis pisos, emplazada aen pleno Malecón. La imagino agredida por la humedad porteña, con el polvo acumulado, a pesar de los esfuerzos intercontinentales de su dueño por preservarla intacta.

Aquel caserón había sido otrora el albergue de cuanto tesoro podía concebir nuestra imaginación. Si hemos de prestar oídos a la leyenda familiar, la fortuna del tío Pancho Illescas, mensurablemente cuantiosa  al inicio, se volvía más y más espléndida con cada relato, hasta llegar a equipararse, si no superar, a la del propio rey Midas.

Amontonados en una pila descomunal, los tesoros que vislumbraba nuestra fantasía infantil pondrían en ridículo al mismísimo Museo del Oro de Bogotá. Es que el mito nos llegaba a través de los febriles y exagerados relatos tanto de mi Belita Toña, como de su hermana, doña Rebeca, y sus sobrinas, todas agrupadas  al efecto de esta narración bajo el epígrafe corporativo de “las abuelas”.

Afirmaban ellas, las abuelas, que, en medio de las armaduras, los tapices exóticos,  los muebles antiguos y toda suerte de costosos cachivaches adquiridos por nuestro tío en sus viajes por el mundo, se contaban, entre otros tantos tesoros,  dos antiguos jarrones orientales de enormes proporciones y realizados en la más fina porcelana. Cada vez que los describían, los cacharros se volvían más grandes, la porcelana más y más fina. Había pertenecido, decían, bajando la voz al nivel del suspiro, al mismísimo Napoléon Bonaparte.

 Mi padre era igualmente dado a la hipérbole, pero mucho más fidedigno. Un día me describió, o más bien dicho, dibujó la pieza más importante de aquel erario. Se trata ni más ni menos que de la corona de Atahualpa, el último de los Incas; aquella que el emperador llevaba cuando fue apresado por los españoles en el sitio de Cajamarca. Consistía en una pieza  de la más extrema sobriedad, acorde con la proverbial templanza de su poseedor. No era más que una lámina o chapa, más o menos cuadrada, de pocos centímetros de ancho, en oro puro (naturalmente), que escondía en su revés tres canutillos, también éstos de oro.  Aquellos tubitos sostenían sendas plumas con que el monarca adornaba su frente; a su vez, la diadema estaba sostenida por una simple cinta de lana, tejida en colores vivos, que se ajustaba en torno a la cabeza del Hijo del Sol.

Pieza simple, casi modesta, pero de un valor histórico inestimable.

¿Dónde fueron a dar esas riquezas? La narrativa ágil y fecunda de las abuelas siempre encontraba  la explicación a todo suceso y respondía con presteza, aclarando la repentina desaparición de todos aquellos tesoros.

Yacía en su lecho de agonía el doctor Pancho Illescas. Sus pulmones nunca habían experimentado el humo del cigarrillo. No obstante, eran lentamente  carcomidos por el cáncer y, mientras la enfermedad obraba su horripilante cometido, ciertos parientes inescrupulosos se habían adelantado a la visita de la Parca. Estos villanos (de los que nunca faltaron en los relatos de las abuelas) tenían un camión de mudanzas apostado a la puerta de la mansión. Conforme la vida escapaba del malogrado cuerpo de don Pancho, ellos sustraían de la casa sus más preciadas posesiones.

Imaginaba yo, por la minuciosa descripción de tales riquezas, que aquel camión de mudanzas debía ser gigantesco. O tal vez los bellacos realizaron su operación en varios viajes, aprovechando de la larga agonía del tío; o quizás usaron muchos camiones dispuestos en un convoy oportunista y saqueador.

Pero volvamos a ver a Panchito recién llegado, rodeado de los bártulos escaparon a la rapiña de sus parientes. A éstos de sumaban los bienes que él, Panchito hijo, adquirió mientras su madre aún vivía, una vez vendidas las numerosas empresas de su padre.

A pesar del agotamiento, del calor y la humedad guayaquileños, a los que le costaba volver a acostumbrarse, Panchito comenzó, casi inconscientemente, a pasar un cansino escrutinio de su repatriación. A tomar posesión de lo suyo. Abrió puertas y las volvió a cerrar, prendió y apagó las luces, en fin, comprobó el crecimiento de las telarañas, el acopio de polvo, el incremento de la nostalgia.

Quedaba aún una puerta por abrir, una luz por encender. Le faltaba aún ingresar en el santuario. Se armó de valor y entró en el cuarto, el cuarto de su madre, doña Mercedes Ycaza. Todo estaba como ella lo había dejado, años atrás. Se diría que la otrora bellísima dueña de la habitación estaba por entrar en cualquier momento. Casi, casi se la veía adoptando la figura escultural de su juventud, con sus enormes ojos azules atravesando el aire, al tiempo que su paso grácil pero firme dejaba un rastro de perfume francés.

Todo estaba a la disposición de la muerta, primorosamente, como en una tumba egipcia.

El color de los vestidos parecía desafiar la densa bruma cenicienta que se había apoderado del resto de la casa. Panchito pasó suavemente la mano rápida y experta por las sedas, procurando no mancharlas, distinguiendo con facilidad el satén del tafetán, el Shantung del tussah. No pudo resistirse: sacó del armario delicadamente, con no menos solemnidad que un sacerdote extrayendo de su urna una reliquia, un tailleur. Panchito, en aquellos días felices en que trabajaba en la Maison Chanel de Paris, había pedido a la mismísima “Madame” que lo diseñara para su madre.  

Un salón de modas europeo ansioso de volver a vestir el envidiado cuerpo curvilíneo de su dueña difunta: Fuera de casa, Panchito erigió para el cuerpo de su madre un suntuoso mausoleo en el Cementerio General de Guayaquil. Dentro de ella, un templo para su espíritu. No conseguía ingresar en él sin que todo su ser se estremeciera. Rememoraba aquella tarde de otoño en Nueva York, aquella tarde trágica de 1972 en que todo su mundo, el firmamento mismo, acompañando la lluvia neoyorquina, se desplomaron sobre su pecho. Esta vez, en que venía a establecerse en su patria, esa patria que le era casi ajena, la impronta fue todavía más fuerte. Volvió a colgar primorosamente el Chanel y cerró la puerta del claustro.

¿De dónde habría sacado las fuerzas? Había llegado exhausto del viaje y, sin embargo...

La luz del alba pegaba sobre la puerta de su habitación, dibujando una sombra en cruz, como un sepulcro. Se estremeció. Nunca se había percatado de ese tétrico juego de la luz primeriza. Acaso porque nunca había estado en pie a hora tan temprana frente a esa puerta. Y a su vez, la sombra que se acostaba crucificada pareciera encerrar un augurio, un arcano. 

Así fue: Ni bien ingresó en la habitación, lo primero que vio, enmarcado por la claridad añil de la madrugada, fue el cuadro... 

III. De lo visto a lo pintado


El verdadero pintor es aquel que es capaz de pintar escenas extraordinarias en medio de un desierto vacío. El verdadero pintor es aquel que es capaz de pintar pacientemente una pera rodeado de los tumultos de la historia.

Salvador Dalí (1904-1989)

"¡Es una afrenta!, ¡esta es una afrenta!", exclamaba Mecha, corriendo como una loca por todo el departamento. Pancho la perseguía, sin poder darle alcance, pero al menos había rescatado la pintura, el objeto del oprobio, librando a la imagen de una destrucción segura en manos de su mujer.

Pancho había tratado de explicarle, una y mil veces, que el arte moderno es así. Que los retratos de hoy, a diferencia de lo que ocurría con el arte tradicional, no se parecen necesariamente a los retratados. Que lo que el pintor trataba de hacer era captar la personalidad, plasmar acaso la esencia misma de su modelo, no su mera apariencia física.  

Tales palabras tuvieron el efecto del detonador de una granada. La animadversión de Mechita hacia el pintor cambió de rumbo como un misil teledirigido. La furia se orientó ahora hacia su marido. ¡Faltaba más! Había propuesto que su personalidad, su “esencia misma”, podría ser ese esperpento deforme, anguloso, de ojos vacíos, asimétricos, tenebrosos, que daban miedo. 

La intensidad de los gritos de Mechita aumentó en muchos decibeles,  su afinación subíó varias octavas. A partir de entonces, los alaridos se vieron acompañados por todo tipo de proyectiles. La dama los iba arrojando conforme los encontraba a su paso: ceniceros, adornos de porcelana, lámparas.

Finalmente, cualquier esbozo de razonamiento tocó término cuando ella, acompañando el dramatismo de su gesto con un tremendo portazo, se encerró en su habitación.

A la mañana siguiente, el doctor Pancho Illescas, a la sazón Embajador del Ecuador en Buenos Aires, convocó de urgencia al joven autor de aquel cuadro de la discordia. Con la mayor cordialidad, y con ese candor y esa diplomacia que eran su sello, hizo saber al artista que la Embajada continuaba dispuesta a auspiciar su exposición, pero que había “un problema”. Tratando en lo posible de minimizar la reacción de su mujer ante el lienzo del joven, inquirió sobre la posibilidad de realizar un segundo cuadro; una pieza de alcances estéticos menos “vanguardistas”, digamos.

El descollante pintor, Oswaldo Guayasamín, a pesar de su juventud, tenía una personalidad no menos dominante que la de su bella modelo, doña Mercedes Ycaza de Illescas. No se mostraba para nada dispuesto a renunciar a su credo artístico por el simple capricho de un par de ricachones. De ninguna manera. Esos ojos vacíos, mal alineados, sombríos, representaban, para Guayasamín al menos, la verdadera esencia de aquella mujer. Pancho no tardó en verse envuelto en una singular puja de poderes en un terreno que él, a pesar de su destreza en los negocios, desconocía por completo; por una parte, estaba la defensa de la autenticidad del arte y de la libertad del creador, conceptos que apenas comprendía, y, por otro lado, la posibilidad, bastante concreta, de continuar durmiendo en el sillón de la sala.

Como último recurso, a fin no poner en peligro la exposición pictórica del genio en ciernes y a la vez alcanzar cierta paz conyugal, el embajador debió emitir un ultimátum. Solicitó, más bien dicho, intimó formalmente a Oswaldo Guayasamín a la realización de una nueva pintura, un cuadro armonioso, en el que los rasgos de doña Mechita fueran fácilmente reconocibles. A cambio, no solamente garantizaba al joven la realización de la muestra pictórica en una de las principales salas porteñas, sino que además se le compensaría con una generosa suma por la traición a sus principios estéticos.       

Casi sin saludar, Guayasamín abandonó la oficina. Pasaron los días. Ninguna noticia del artista. Ni una llamada telefónica siquiera. El primer secretario y el agregado cultural se impacientaban. ¿Había que cancelar la exposición?

De repente, sin que hubiese mediado siquiera una sesión en que Mechita posara para él, Guayasamín convocó a todos los interesados. Se asomó en la embajada con lo que parecía ser el cuadro solicitado, todavía envuelto en su tela protectora, a semejanza de los recién nacidos en los páramos andinos.

El joven retiró el paño que cubría su creación. Ante la sorpresa de todos, la traición de Guayasamín a su corriente pictórica había sido total. Había producido una obra absolutamente académica. El manejo impecable de los chiaroscuros los podría haber firmado algún maestro de la antigua escuela flamenca; las “velature” de los drapeados copiaban las del mismísimo Rafael; los ojos de Mechita imitaban la paz azul de algún lago suizo... ¡nada más alejado de la naturaleza irritable de su poseedora! Y a su lado, a modo de alguna madona renacentista, había representado a Panchito, su único hijo, compartiendo aquel idílico ámbito de pictórica concordia. Todo era tan falso, cuanto ilegítimo era el estilo de quien lo había pintado.

Un largo suspiro de asombro, de estupor, de franca incredulidad, escapó de todos los presentes, incluida Mecha.

No entiendo, musitó quedamente Pancho, con palabras entrecortadas por la emoción… pero si usted es capaz de pintar así, con esa perfección… ¿Por qué no lo hace siempre?

¡Pero si parece una foto!, dijo alguien, extendiendo la mano para tocar el lienzo, como queriendo comprobar su existencia. Mecha lo interrumpió. Retiró la mano intrusa y, abrazando con entusiasmo aquella obra maestra, su propiedad, su semblanza, profirió: “¡Mejor!... ¡Mejor que una foto!, ¡Mucho mejor!”   

Oswaldo callaba, distante, con esa inescrutable expresión de su raza. Hacía oídos sordos a todos esos halagos. Sabía que había mentido con su pincel. Que aquella madona florentina no capturaba en lo absoluto la substancia del alma de su retratada; si acaso, sólo la rúbea e insustancial belleza de su fachada exterior. El estilo escolástico en que había trazado aquellas figuras de oro y alabastro, por más que su hechura fuera consumada, era una imitación barata. Él podría, si quisiera, producir el efecto a voluntad. Pero Guayasamín no era un bufón complaciente, un vano artífice del pincel destinado a consentir a nadie. Otra, muy diferente, fue su misión: Su largo y tortuoso camino, a lo largo de más de 50 años, puso en evidencia la injusticia, denunció el sometimiento, expresó el dolor de un pueblo.

Aquella falsía obsecuente no había sido más que una estrategia. Un ardid. En efecto, fue gracias a ese retrato adulador, que el doctor Francisco Illescas Barreiro auspició la primera exposición que Oswaldo Guayasamín realizó en un país extranjero. Por una mera argucia pictórica de su parte, no solamente quedó demostrado el dominio de la técnica académica por parte del pintor, sino que además, gracias a ella, la Argentina encabezó la larga lista de los países que se han rendido ante el grandeza del genio ecuatoriano. 

El líder cubano Fidel Castro posa junto al primero de los muchos retratos que le hiciera Guayasamín.
Se trata de un modelo más acorde con su ideología.


IV. El cisne

Te evocaré yo a la grupa de un negro corcel de ensueño. conducido por el mago caballero Lohengrín.


Arturo Borja (Quito, 1892-1912)

 Lohengrin avanzó a lo largo del Escalda, siguiendo la costa brabantina a bordo de una barcaza tirada por un cisne blanco, en su afán de "deshacer agravios y enmendar entuertos"como corresponde a todo buen caballero andante. Una vez alcanzada la costa de Amberes, hasta donde lo condujo su plumífero timonel, y ya en tierra firme, sus pasos habrán sido vigorosos y decididos. Si no, cómo habría podido enfrentar todos los peligros que supone el rescatar doncellas, matar dragones, el someterse, espada en mano, a los diversos “juicios de Dios”, así como la realización de otras riesgosas hazañas que supone su profesión. Digamos, eso sí, que contaba con una importante ventaja frente a sus enemigos: las reliquias que custodiaban él y sus colegas, los caballeros del Grial, conferían a todos los residentes del castillo de Monsalvat una fuerza sobrehumana.
  
No menos quiméricas que aquel cisne mitológico fueron mis ilusiones juveniles, no menos decididos mis pasos que los del legendario adalid, en pos de alcanzar las más altas cotas de la lírica. Mi palmípedo piloto me había llevado alguna vez a Amberes, al igual que al mencionado caballero blanco, pero en esta ocasión, la que estoy relatando, me condujo a otra ciudad, también de gótico linaje: la mediterránea Barcelona.

A pesar del ímpetu juvenil, que se cree irreductible, no contaba yo con fuerza sobrehumana, ni con ningún otro de aquellos talentos prodigiosos de que disponen los caballeros medievales. Por tanto, mis aventuras tuvieron desenlaces muy distintos a los esperados. Mi cantar de gesta no llegó a transitar, al menos hasta ahora, los caminos de gloria y fama que proyectó mi mente caballeresca en ese entonces. Los senderos fueron otros, más modestos en apariencia. Pero vistos obtetivamente, fueron mucho más esplédidos; me tocó recorrer sendas sinuosas, sorprendentes, con abundancia de recovecos inesperados, colmadas de vivencias tan ricas como imprevisibles. No hay duda: los derroteros que me ha tocado transitar hasta ahora han sido más apasionantes y probablemente más satisfactorios que los rumbos que se había trazado mi fantasía.   

Yo no lo sabía entonces. En aquellos días de inexperiencia y entusiasmo juvenil, me enteré de la posibilidad de cantar como refuerzo en el Coro del Teatro del Liceo de Barcelona en una producción de Lohengrin de Wagner. No lo veía yo más que como un peldaño, breve pero necesario, en el rápido ascenso hacia los grandes roles protagónicos de la ópera.

No fue sino recientemente, a tantos años del encuentro wagneriano con que inicié estas líneas, que llegué a encarnar al mítico caballero del cisne. No en la ópera original, sino en un fascinante espectáculo titulado Lohengrin, oscuro Brabante, dirigido por mi querido amigo Pablo González Aguilar, a quien he dedicado este capítulo.

Se imaginarán la ilusión, pues, con la que di las audiciones del caso. Una vez aprobado, supondrán la energía con que me apliqué al estudio. Incluso compré, a pesar de mis limitados recursos, la más económica grabación que pude encontrar. Puse en mi tarea de aprender la parte coral que me correspondía el mismo ímpetu, el mismo afán, la misma dedicación que si de dominar el papel principal se tratara.  Con lo que no contaba, para mi enorme frustración, era con la partitura completa. Solamente se me había entregado unas pálidas copias de la parte que me correspondía aprender y, para seguir las grabaciones, me tendría que contentar con el libreto.

Se dió entonces un nuevo encuentro con el maestro Xancó, a la salida de algún ensayo en un café cercano. Previsiblemente, don Ernesto quería saber los pormenores de mi experiencia en aquel maravilloso teatro, al que él había dedicado tantos años de su vida. Ni bien entré en el salón, lo vi, ya instalado hace rato en su mesa favorita, junto a su insigne visita, el pintor Guayasamín.

Mi segunda reunión con el coloso tuvo características muy distintas a aquella escueta sesión en la que, como les contaba, poco dijo aparte de su desagrado por Wagner y lo que su música había venido a representar. Esta vez, si bien no participó demasiado en la conversación, siguió con interés los avatares de su joven compatriota en su esfuerzo por adaptarse a las prácticas y costumbres catalanas y su esperanza de llegar a formar parte de una de las más importantes intituciones de la lírica. Evidentemente, no comprendía del todo nuestros temas de conversación, ya que ninguno de los dos se cuidó de evitarle los tecnicismos. Mucho menos los pormenores y los chismes internos que forman parte ineludible de la vida teatral. Sin embargo, no por ello dejó de hacer alguna acotación o alguna pregunta.

Terminados los cafés, los emparedados y la deliciosa crema catalana, me disponía a partir: En eso, Guayasamín interrumpe:

-         --  Espere, casi me olvidaba.

Con un amplio gesto teatral, operístico diría yo, a los que fue siempre tan afecto, extrajo, aparentemente de la nada, una partitura nuevecita, finísima, de tapa dura, que en su portada, con elegantes letras doradas, anunciaba concisamente: “R. Wagner: Lohengrin”.

Tomé el tesoro que me ofrecían sus manos, aquellas manos que a su vez produjeron tantas obras maestras, con verdadera devoción. A juzgar por la sonrisa que el maestro esbozó, debo haber estado temblando. No puedo afirmar con certeza, ni siquiera ahora, qué motivaba en mayor grado mi emoción: si la grandeza de la partitura o la nobleza del artista que, dejando a un lado sus prejuicios y su manifiesto desagrado por la personalidad wagneriana, me proveía, sin que nadie se lo haya siquiera sugerido, tan ansiado material de estudio. 

No fue sino hasta la noche cuando, llegado al hostal en que me albergaba, me animé a abrir el libro. Lo hice con la unción de quien levanta la tapa de una biblia de Gutenberg. Advertí entonces que contenía una dedicatoria: “Para Juan Borja con cariño”. Más abajo, campeaba la apostilla, grande, vigorosa, la que trasunta el temple y el talento de quien la esgrime, la firma que había visto tantas veces al pie de sus pinturas: “GUAYASAMÍN”.

V. Colofón

Usando la técnica cinematográfica, "cortamos" ahora en el tiempo y el espacio. Varios años atrás, nuevamente Guayaquil, donde habíamos dejado a mi tío Panchito. Su regreso a la humedad, a la barbarie, podría decirse, de aquella patria suya, abrasadora, agreste a pesar de los años, no tenía ni el menor sentido. Sentíase una barcaza a la deriva, a medio hundir, descaminada en un miserable mar, sin norte; un bajel encallado en una melaza turbia y melancólica, hecha de amorfinos, pasillos de rocola, fútbol de domingo, sin destino, sin ocupación. Sin embargo, el permanecer en Europa también había perdido todo significado. 

Admito que no tengo la menor idea de las verdaderas razones de la repatriación de mi tío Panchito. Sí, en cambio, vislumbro que su vuelta no se debió a que se agotaron los cuantiosos recursos económicos que había heredado. Sus rentas le habían permitido vivir en hoteles elegantes la mayor parte de su vida; no las administró mal, ni malbarató las empresas de su padre, como alguien ha querido sugerir. No. Para mí la causa de su regreso estriba en la tristeza, el dolor, el luto. 

La muerte fue. La muerte de un amor. Y cavilo que la muerte real, no la metafórica. La irremediable. 

Tengo además fundamentos suficientes para suponer que el amor de Panchito era varón. De allí el sigilo y la discreción santurrona que asaltaban a las abuelas al referirse a su sobrino. De su existencia allende los mares no se hablaba; menos todavía, delante de nosotros, los niños. No fuera a ser algo contagioso o, peor aún, no lo permitan los diversos santos, un defecto hereditario. Si alguna llegaba a mencionar su nombre, la indiscreción venía acompañada del gesto oportuno: una risita cómplice, un elevar la vista hacia el cielo, un resoplido de desaprobación. Santiguarse no estaba de más. 

Acaso fuera un lance pasajero en un inicio; una aventurilla en el marco lujurioso de alguna fiesta del “Gai Paris”, un affaire oculto discretamente en los salones de algún anfitrión adinerado. Es que las tertulias parisinas pasaban rápidamente de lo intelectual a lo artístico y, en medio de una total aceptación de la "diversidad sexual", como diríamos hoy, terminaban por tornarse harto libertinas con el paso de las horas. 

La aventura fugaz terminó en un gran amor. El apuesto seductor no tardó en transformarse en la mismísima razón de vivir de mi héroe. 

Eran los duros años del prejuicio, de la represión. No obstante, los primeros atisbos de libertad se dejaban sentir en la metrópoli. Alguna vez nuestra pareja se animó a caminar unos pocos pasos tomados de la mano por los Champs Elisées y Montmaitre, pero de allí no pasó la exposición pública de su pasión. 

Los más jóvenes se atrevían a exteriorizar su relación; ellos, Panchito y su amor, aún dolidos por las cicatrices de la discriminación y la burla, se mostraban a la luz pública como simples “amigos”. No importaba. Su verdadera condición era algo íntimo, muy suyo y, por otra parte, el secretismo cómplice no dejaba de tener cierto encanto. 

El secreto vergel se marchitó un día, de golpe, a causa de una afección extraña y desconocida. El cuerpo de su amante se volvió vulnerable, quebradizo; cualquier dolencia, por banal que fuera, incluso un simple resfriado, se transformaba rápidamente en una amenaza mortal. Y la amenaza no tardó en concretarse, a pesar de los limitados esfuerzos de la medicina de entonces por controlar aquella inédita enfermedad. Una larva grotesca, algún gorgojo implacable y microscópico parecía haberse enquistado en sus entrañas. Se diría que lo iba consumiendo desde adentro, empezando por el alma. 

Pasado eun tiemo de su regreso, en algún lugar de la melancolía, en el escrutinio de lo vivido y lo apilado en aquella casa, Panchito encontró un nuevo norte: el compartir. No habrá sido en seguida; le habrá tomado lo que las heridas incurables tardan en dejar de sangrar. Les pongo en antecedentes. 

Su difunta madre, doña Mechita, a pesar de su carácter irascible y de su frialdad exterior, albergaba en su pecho la tortura un corazón cálido, solitario y bueno. Ocultaba además otro dolor vago: cierto interés intelectual que nunca pudo concretar. Es por ello que, muchos años atrás, había fundado una biblioteca a la que sufragó generosamente hasta su muerte. Además la proveyó continuamente de material bibliográfico. Con fervor religioso, como enfrentaba todo lo que se refiriera a su madre, Panchito continuó esa práctica tras la muerte de Mechita, de modo que enviaba dinero de continuo y compraba libros para colmar sus estantes. 

La casona paterna había sido víctima del pillaje por parte de algunos parientes, según referían las abuelas. Pero existía un salón que, a pesar de sus vastas proporciones, salió ileso de su rapacidad. Ninguno de los bribones ingresó en él siquiera: la biblioteca de la casa. Don Pancho no era precisamente un erudito o un letrado. Sin embargo, los numerosos anaqueles estaban atiborrados de volúmenes, algunos finísimos, encuadernados en cuero, mostrando orgullosamente las insripciones doradas de sus lomos y pavoneándose de sus finas páginas que nadie había hojeado siquiera. La lectura de la mayoría de aquellos libros no pasó de las buenas intenciones por parte del doctor Illescas, que los compraba casi, casi “por metro”, como un objeto decorativo. Si alguien había aprovechado el acceso gratuito a todos esos tesoros de la literatura, de la historia, del derecho, ése había sido mi padre que, en sus años mozos, dedicaba muchas horas a la lectura de aquellos tomos. 

Panchito en cambio, al enfrentarse a esa enorme estancia colmada de libros, tuvo la certeza de que, aun cuando se lo propusiera, nunca los iba a leer todos. Fue entonces cuando le vino la inspiración. En un principio, pensó entregarlos "en lote" a la biblioteca de su madre. Pero aquella generosidad inicial no tardó en transformarse en un designio, un nuevo propósito, una nueva razón para vivir. Iba a compartir no solamente todos esos escritos, sino la casa misma y su contenido. 

Decidió a consagrar la casona; volverla museo: el museo de la memoria. 
A partir de entonces, el ordenar y catalogar el contenido de la casa le tomó la mayor parte de sus horas de vigilia. 

Y en tanto lo hacía, aquella mirada dura, acerada, lo hostigaba continuamente. No era la mirada de su madre. Era la mirada del cuadro. 

El "correo de los tíos" me hizo llegar una fotografía de dicho retrato. Mi tío Ramón, él mismo pintor, me la envió compañada de la respectiva explicación: Panchito deseaba deshacerse del cuadro, de ese cuadro preciosista en el que él aparecía retratado junto a su madre la cual, a guisa de una Madonna florentina, aparecía rubia, ojiazul, inaccesible, obliterando con su belleza y su dura expresión la presencia nimia del infante. 

Panchito había recorrido todo Guayaquil, procurando vender el cuadro. 

--Pero este no es ningún Guayasamín… de su estilo no tiene nada, afirmó indiferente el anticuario. 

--¡Está hasta firmado!, habría exclamado irritado mi tío Pancho, por vez milésima. 

--Sí firmado está. Pero ha de ser una firma falsa. 

--¡Cómo que falsa! ¡Si nos pintó él mismo, cuando vivíamos en Buenos Aires! ¡La firma es auténtica! ¡Absolutamente auténtica! 

-- Auténtica será, pero ¿de qué me sirve un Guayasamín que no parece un Guayasamín? ¿A quién se lo vendo? ¿Qué me hago yo con él? 

En esas estaba cuando llegó a sus oídos la noticia de que el propio maestro estaba recuperando su obra temprana y que pagaba muy bien por sus lienzos. Fue por ello que había entregado la foto a Ramón, el cual a su vez me la envió a mí. “Es que acá son todos unos ignorantes… En Quito va a ser otra cosa”, me instruía Ramón por teléfono, “de lo que me dé Panchito, nos vamos a medias”. 

En ese entonces, no había ocurrido aún mi encuentro con Guayasamín. Donde se levantaría la enorme “Capilla del Hombre”, que ya he mencionado, no había más que páramo hirsuto. La “Fundación Guayasamín”, una edificación de proporciones más discretas, se destacaba en medio del baldío.  

Llegué hasta allí, provisto de la fotografía, a fin de averiguar si era posible concretar esa operación, es decir, indagar si en efecto el Guayasamín estaba comprando su propia obra, en especial su obra juvenil, a buen precio. 

Todo el establecimiento parecía destinado a impedir cualquier distracción en la tarea creadora del maestro. Una cita personal con él era, me explicaban, más difícil de obtener que una audiencia con el Papa. Pude, eso sí, conseguir que uno de los peritos examinara la imagen. 

--No. Por ahora no nos interesa, me explicó el experto ojeando apenas la foto con apatía: No es el estilo del maestro 

--Sí, retruqué, es verdad. Quizás por eso mismo es más interesante. Se trata de una pieza única, en un estilo académico, que demuestra el dominio técnico del maestro. 

--El dominio de la técnica pictórica por parte del maestro no está en duda. No hace falta que lo demuestre. 

--¿Y no habrá manera de que lo vea él mismo? Mire que se trata del cuadro que permitió que se realice la primera exposición internacional del maestro. 

--Esas son concesiones que todo artista debe hacer en algún momento. Podría probar venderla en alguna galería… Pero no le va a resultar fácil. Es una buena pintura. Lástima que esté firmada.

SIETE: Amor de película

Hepburn y Peck frente a la "Bocca della veritá"
en Vacaciones en Roma 

"Una película es, o debiera ser, más como la música que como la ficción"

Stanley Kubrik (1928 – 1999)


I Telón de fondo

Mis padres se conocieron en blanco y negro. Es que yo solamente puedo vislumbrar aquel primer encuentro en una coreografía de Visconti, de Fellini o algún otro maestro del cine italiano de la época. No. Me desdigo: en realidad lo imagino de un modo menos elevado en su alcance estético, pero más almibarado y sobre todo más romántico; concibo la escena inmersa en una atmósfera irreal, semejante al estereotipo con que el cine norteamericano remeda la comedia romántica italiana. Por ejemplo, cuando William Wyler concertó el encuentro de Audrey Hepburn y Gregory Peck en el banco de un parque romano, recortados sobre el pastoso fondo de violines enamorados en Vacaciones en Roma (Roman Holiday, 1953)

Y en mi fantasía, alimentada una y otra vez por la narración de sobremesa, el sonido cavernoso y confuso del cine de barrio vuelve ininteligibles las palabras, la incesante llovizna de raspones y arañazos se cierne sin piedad sobre las imágenes grisáceas, los fotogramas faltantes producen repentinas convulsiones en los personajes,  dando más autenticidad a la narrativa fraguada en mi mente infantil.    

Es que mi padre (Marcello Mastroianni) conoció a mi madre (Claudia Cardinale) en el Hotel Humboldt de aquel tiempo.

Cinecittà no hubiese podido montar mejor escenografía que las modernistas líneas de ese edificio que aún se yergue en la esquina de las calles Espejo y Guayaquil, pero que ya no alberga  hotel alguno. Las austeras líneas de la edificación, con su ríspida, despojada, casi violenta modernidad, contrastaban en ese entonces con su churrigueresco entorno colonial. Hoy no se da más tal contraste: su futurismo ha sido superado largamente por la fealdad, la aspereza cúbica y el cemento crudo de su vecino, el “nuevo” Palacio Municipal, monstruo frígido y trapezoidal  con el que la petulancia petrolera de los años 70 reemplazó la elegancia republicana del “antiguo” cabildo.

El edificio albergó también al extinto "Banco la Previsora"

Pero en aquellos días el cáncer arquitectónico cementoso, que tantas metástasis ha esparcido por toda la urbe, todavía no había irrumpido en el casco colonial. La ciudad brindaba una escenografía más acorde con nuestra historia. 

II. Excursus en Technicolor



"La perla es la autobiografía de la ostra"
Federico Fellini (1920 – 1993)

Marchando peligrosamente en sentido contrario al tránsito, pasándose la luz roja, trepándose a las veredas, esquivando con habilidad a los peatones y toda suerte de obstáculos, perseguidos por los perros y los gamines, los motociclistas avanzaban como poseídos por un espíritu endemoniado, por un duende precipitado e imprudente. Su  único cargamento, aparte del diestro pero  irresponsable conductor, era una enorme caja redonda de lata, oxidada y maltrecha a causa de los innumerables y temerarios viajes en moto por la ciudad. Y con harta frecuencia el más temible de los peligros que le tocaba sortear a alguno de esos alocados conductores era justamente un colega motociclista que transportara con el mismo frenesí otra caja de latón, pero en sentido contrario.

Lo que en su desatinada marcha llevaban, de una sala de cine a la otra, esos desaforados, eran los rollos de película que debían exhibirse. De allí su apuro. Ni bien una sala terminaba de proyectar, digamos, el primer rollo, era preciso llegar a tiempo con el segundo, a su vez retirar el rollo que se acababa de exhibir, y volar por las callejuelas quiteñas, aún tranquilas por ese entonces, con aquel tesoro, que era ansiosamente requerido en un teatro lejano para el inicio de la proyección. Huelga decir que no terminaban allí las correrías: era menester retirar el último rollo y remontarse a toda velocidad a la primera sala, a tiempo de mostrar al público el final de la película.  Los largos culebrones épicos de aquellos tiempos, Los Diez Mandamientos de De Mille, o el Ben Hur de Wyler, requerían una cantidad adicional de presurosas carreras en motorizado Cinemascope.

Hacen bien en imaginarse mis lectores que muchísimas veces el motociclista no llegaba a tiempo… Si la interrupción se extendía más allá de uno o dos minutos, se encendían las luces. El “bache” era ya oficial y producía la exaltada protesta del público.  Cuando no había esperanza de conocer el paradero ni la suerte del transportista cinematográfico de dos ruedas en esa época sin teléfonos celulares, el operador podía conjeturar, y con razón,  que un poste se habrá cruzado en su camino, que un agente de la policía lo detuvo en medio de una maniobra particularmente arriesgada, o que el mentado motoquero se habrá detenido a beberse orondamente las ganancias de la quincena en algún bar por el camino. En esos casos, en los que había asomo de la preciada lata corroída y en los que el público parecía decidido a prender fuego al edificio, el operador entretenía al respetable con algún cortometraje u otro material que tuviera a la mano.

Y en tanto arriba a mi mente el segundo rollo de mi narración cinematográfica, trazada en estricto blanco y negro, la que cuenta el encuentro paterno y que había iniciado en el capítulo anterior, proyecto en las imaginación de  mis lectores un intermedio de matices coloridos, fúlgidos y alegres.  

El hotel de marras ofrecía a los huéspedes, entre sus atracciones, una tienda de artesanías, una de las primeras de su clase en la ciudad. No eran habituales tales comercios, porque hasta entonces la artesanía había sido vista como un asunto “de indios”, no como algo digno de exhibirse en un hotel elegante y menos para turistas extranjeros. Los señoritos “blancos” de la clase acomodada nunca hubiesen concebido el ocuparse de esas chucherías bastas y baratas. A lo más, y muy “dentro de casa”, alguna abrigada colcha de alpaca o algún poncho o pachalina para el frío. Y para el extranjero, a lo más un “souvenir” de mala factura y peor gusto, que acreditara que efectivamente había visitado “la mitad del mundo”. Poco aprecio se tenía por el primoroso bordado, la delicada filigrana, la cerámica irreprochable. 

Tuvo que ser una extranjera, una artista enamorada desde niña del arte popular, la creadora húngara Olga Anhalzer (1901-1990, que firmó siempre con el apellido de su esposo, es decir, “Olga Fisch”), la que tuvo la sensibilidad necesaria para apreciar la destreza del artesano ecuatoriano.

El Zeppelin volando sobre Río.
Tomado de las Memorias de Olga Fisch.

El célebre dirigible Graf Zeppelin  había conducido a la joven hasta el Brasil, lejos de la persecución Nazi, pero sus atesoradas  piezas folclóricas, las de sus correrías por el norte del África, Italia y el centro de Europa, se perdieron para siempre en el holocausto y la locura. A su vez, la artesanía y la arqueología brasileñas, fruto de no menos viajes y esfuerzos de recolección por el enorme territorio del Brasil, acabaron en el fondo del mar. El vapor que conducía a los Fisch de regreso a Europa zozobró en las tormentosas aguas del Atlántico.

Y así, un día de junio de 1938, Béla y Olga arribaron a nuestro país con lo que traían puesto. Por suerte, la bienvenida que les dio la cálida tierra tropical no podía ser más auspiciosa: la pequeña población costera en que ancló su nave se llamaba “Libertad”.  

Ni bien descendieron del ferrocarril que a su vez los condujo a la capital, la flamante profesora de la Escuela de Bellas Artes de Quito quedó prendada de cuanto veía. Las ricas blusas de las otavaleñas, por ejemplo, de mangas generosas recamadas en puntillas de otros tiempos, cual alas angélicas que transportaran en su pechera, bordadas cuidadosamente,  las flores de esa amable tierra imbabureña. Albas mariposas de encaje coronadas, a falta del oro de los ancestros, con interminables collares de fino cristal bohemio. Las variopintas y elegantes faldas plisadas de las indígenas de Zuleta, arcoíris alegre y bailarín de grácil movimiento, colorido como sus mercados de fruta; la filigrana cuencana, encaje sutil e intrincado de la plata más fina, que plasma su laberinto en zarcillos y colgantes.

Embriagaron sus ojos los matices francos de esa paleta primitiva, prístina,  que desconoce las gamas y las reglas europeas, colores que destilan el cielo ecuatorial y los pigmentos primarios de sus flores, de sus guacamayos, de su misma sangre. Olga inició su tercera colección de artesanías, con la esperanza de que esta vez ninguna conflagración, ningún naufragio, acabaran con sus tesoros.

Me alejo aún más del curso de la narración, porque éste es el punto del relato en que conviene que les hable de Guano. Aquel pequeño y paupérrimo cantón se reclina al costado del gigante Chimborazo, y es bien conocido por sus tejidos de lana, en especial la elaboración de alfombras. Justamente esa era a su vez la especialidad de Olga, que había aprendido el oficio entre los tejedores marroquíes durante sus viajes por el reino bereber.

Fue su encuentro con sus colegas tapiceros chimboracenses el que trajo a Olga sus  primeros éxitos artísticos y comerciales, así como un enriquecedor intercambio de destrezas. Inició a los tejedores locales en el punto tupido y fuerte que había aprendido en Marruecos, y se valió de su habilidad para materializar sus diseños en irrepetibles obras de arte que, con el tiempo, llegarían a exponerse en los más reputados salones del mundo.
Pero no nos adelantemos. Estamos recién en el momento en el cual, entre las numerosos tapices, alfombras y otras piezas de su autoría, así como las artesanías y obras de arte que iba adquiriendo, el hogar de los Fisch fue atiborrándose de talento, asemejándose más a un atestado museo que a una vivienda. Al ver el prestigio que su colección iba tomando, acordaron los Fisch que era el momento de abrir una tienda de artesanías. ¿Pero cómo? Ello significaba alquilar un local, con las subsiguientes responsabilidades, emplear personal, y ni hablar de comprar aún más piezas, con miras no ya a coleccionarlas, sino a comercializarlas. ¿De dónde sacar el dinero?

Cuenta la propia artista que, hallándose el matrimonio en esas disquisiciones, recibieron el llamado de un caballero norteamericano que deseaba conocer la colección. El visitante resultó ser nada menos que el multifacético Lincoln Kirstein (1907 – 1996), conocido empresario artístico, conspicuo personaje del ambiente artístico neoyorquino, fundador del American Ballet y a la sazón  director del Ballet de la Ciudad de Nueva York.

Tras varias vueltas por la casa de los Fisch, Kirstein reparó en una pequeña alfombra tendida en el piso.

̶  ¿Y esta alfombra? ¿Quién hizo esta alfombra?
̶  Esa me la hicieron en Guano.
̶  ¿Pero de quién es diseño?
̶  El diseño es mío…
̶  O sea que la hizo usted…
̶  Bueno, en realidad…
̶  ¿Puede hacer una alfombra para el Museo de Arte Moderno de Nueva York? Pero más grande, claro, de unos tres metros por cuatro…

Y es así como los Fisch obtuvieron los recursos necesarios, no más de 300 dólares de entonces, cuenta ella misma, para abrir las puertas de su primer “Folclore Olga Fisch”, aquel que quedaba sobre la calle Tarqui. La mayoría de los quiteños de entonces, no tenía idea siquiera de lo que significaba esa palabra… “folclore”.  Me temo que la “sal quiteña” de la época lo habrá explicado con escasa "correción politica": palabras de “gringo” para vender cosas de “indios”…

Una mujer extraordinaria:
Olga Fisch (1901-1990)
III. Segundo rollo



Audrey Hepburn y Gregory Peck en Vacaciones en Roma (1953)


"Una película nunca es realmente buena, a menos que la cámara sea un ojo en la cabeza de un poeta"
Orson Welles (1915 – 1985)

Ha llegado el segundo carrete de película y podemos abandonar la digresión colorida, de alegres matices artesanales. Volvemos al plomizo hilo de nuestra narrativa principal.

Su protagonista, María Eugenia era un espíritu. En el fondo todos los somos, naturalmente, pero existen aquellos seres que trasuntan esa condición con patente nitidez. Nos hacen percibir claramente su carácter de un espíritu puro, cardinal, que ha encontrado albergue en la carne efímera. En este caso, un cuerpo de armónica proporción y un rostro angélico, de nariz fina, aristocrática, pero de determinación aguileña, cuyo mirar profundo, bruno, pareciera rendir su homenaje al silvestre capulí.

Su deambular airoso por el empedrado indiferente era, en mi imagen, el celebérrimo caminar de la joven Loren cuando aún vendía pizzas en El oro de Nápoles de Vittorio De Sica. Mi figuración incluye el busto, no menos imponente que el de la diva de Campania. Llevaba el cabello prolijamente recogido como Silvana Pampanini, aunque en el castaño ceniciento de Silvana Mangano.

Los astros concertaron acertadamente la mise en scéne en aquel escenario telúrico, donde el arte se aunaba a la tierra, en medio de los tapices, las esculturas, la orfebrería, la cerámica. Y arte había... de todas las formas imaginables.

Sin embargo, esos mismos astros aquel día estaban agitados. Los planetas zumbaban enloquecidos, las constelaciones colisionaban. Olga Fisch, patrona de nuestra heroína, su benefactora más bien, había  perdido la paciencia. Cosa rara. No que la artista perdiera la compostura, evento harto frecuente dado su temperamento y su poca tolerancia hacia la mediocridad. Lo extraño era que el motivo de su enojo fuera la poca habilidad de María Eugenia. Es que la joven, a pesar del poco tiempo que llevaba trabajando en la tienda, había descollado por su competencia y su responsabilidad, ganándose rápidamente el afecto y la confianza de su jefa. Pero esta vez no había caso: la tarea que había encomendado a la joven superaba su capacidad.

Si en los meses que llevaba trabajando en la tienda de folclore María Eugenia había visto las más caprichosas piezas de arte y artesanía, de las formas más antojadizas y variadas, el jarrón que le tocaba envolver esta vez rebasaba, por sus ciclópeas dimensiones, cualquier envoltura posible. Por su estructura amorfa y asimétrica, por su peso y a la vez su fragilidad, el esperpento parecía  concebido a propósito para impedir cualquier forma de embalaje que lo condujera intacto a su destino.

Y encima estaban los clientes sabatinos que desfilaban sin pausa por el local. Parecían decididos a fastidiar a las vendedoras con sus preguntas, requerimientos y exigencias, más que a comprar ninguna pieza de artesanía. 

Entre ellos destacaba nuestro Cary Grant que había atravesado el lobby del hotel con paso tan elegante cuanto garboso era el de su co-estrella. Destacaba entre el grupo de caballeros que lo acompañaba, no tanto por aquellas facciones que Hitchcock hubiese sabido explotar, ni por su refinado conjunto de tweed inglés. Ni tan siquiera por ser evidentemente el líder de la camarilla que rondaba en torno suyo.

Aparte de ser el soberano de aquella animada pléyade masculina, Eduardo llamaba la atención por lucir con toda desenvoltura, cosa singular en ese entonces, una "chiva", es decir una bien acicalada barba puntiaguda al modo de un beatnik bohemio de las grandes ciudades.

Su séquito no paraba de hablar animada y ruidosamente. Alguno ostentaba una de aquellas enormes cámaras del periodismo de entonces y tomaba fotografías de manera inconsulta, casi prepotente,  dejando un rastro de destellos de magnesio en las retinas de todos los presentes.

También ellos acosaban a las vendedoras con sus consultas. Peor aún, conducidos por una especia de manía profesional, sus preguntas no tardaban en tomar el cariz de una verdadera entrevista. Uno de ellos sacó del  bolsillo de su americana una libretita y anotaba las respuestas. Todo ocurría en medio del ajetreo de una mañana de sábado repleta de turistas… a los que había que atender en varios idiomas.

Eduardo dejó atrás su a preguntona comitiva y se acercó a la joven que, absorta en la tarea descomunal que le había sido encomendada, no había siquiera percibido su presencia. Los violines comienzan a cantar. El tema de amor de nuestra película alcanza un clímax digno de Chaikovsky, mientras un primerísimo plano nos muestra la expresión preocupada de los bellos ojos de María Eugenia,  convenientemente resaltada por el haz de un oculto reflector elipsoidal.

Lejos de requerir un precio o preguntar el origen de alguna pieza, Eduardo dijo, acompañado por la empalagosa melodía de las cuerdas:

¿La puedo ayudar?
 En este momento no lo puedo atender. Es que estoy…
−Sí. Ya veo. Le pregunto si la puedo ayudar.

María Eugenia levantó los ojos. Su expresión había cambiado de preocupación a extrañeza.


−¿Me permite? Insiste el galán, mientras toma de la mesa las tijeras: por aquí debe haber alguna caja de cartón vieja.
−Sí claro… atrás quedan algunas.

Eduardo, apoyándose confiadamente sobre el mostrador,  la ve alejarse hacia la trastienda. Pronto la chica vuelve a emerger, embrollada con un enorme trozo de cartón. Sonríe algo avergonzada. Lo mira: el tema amoroso, que ha sonado hasta el hartazgo, resuena ahora en un tutti orquestal, con protagonismo de los bronces, conforme ambas miradas se cruzan.

Eduardo, con la seguridad de un cirujano, transforma en pocos minutos la tosca pieza de cartón corrugado en una caja de la forma y el tamaño exactos para contener tan díscolo jarrón.

Su proeza ha llamado la atención de sus compañeros, y poco después de toda la concurrencia.  Cuando envoltorio alcanza su apariencia final, la hazaña es recibida con aplausos. Es más, doña Olga, la dueña del establecimiento, felicita personalmente al vencedor, asegurando que el continente tiene mejor factura que el contenido.

Una rápida cortina con los infaltables glissandi de las arpas, nos ahorra todos los detalles intermedios: las repetidas visitas a la tienda de folclore, los cafecitos, el  cortejo, el gusto por el buen vino en que Eduardo inició a María. Nos saltamos la desazón familiar cuando el Teniente Coronel descubre que su hija pretende casarse “con un divorciado”. Incluso omitimos la sencilla ceremonia íntima, en la iglesia del Sagrario, en la que, sin la presencia de sacerdote alguno, Eduardo y María Eugenia intercambian sus aros nupciales.

El "corte" nos lleva a una escena membretada como “pocos años después”. El editor nos introduce en la sala de mi casa infantil, con el fondo de una alegre chimenea encendida, símbolo hogareño si los hay, a cuya juguetona luz parecen bailar aquellos animales que, a modo de las cavernas de Lascaux, mi padre había pintado en la pared.


Aparecemos en la escena mi hermano Santiago y yo, jugando sobre la alfombra. Es ésta la que a su vez había inspirado a mi padre las pinturas rupestres del muro. Se trata, por supuesto, de una alfombra de Olga Fisch.


"Fin"

SEIS: Escena en la península

Guayaquil antiguo

"Dos linajes solos hay en el mundo, como decía una agüela mía, que son el tener y el no tener."
Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616)


Los hombres entraron al cobertizo completamente negros, cual si un repentino sortilegio hubiese trocado sus cabellos por un alquitrán fuliginoso y su piel por la del tiznado bereber. A pesar de su repentino cambio de aspecto, que reducía sus elegantes trajes europeos a un mazacote negruzco,  todos levantaban las manos eufóricos, aullando, embriagados de dicha, como si celebraran un raro rito africano acorde con lo chocante de su facha.

Las mujeres, angustiadas, veían que a cada paso que daban estos seres extraños, negros y aceitosos, dejaban marcadas sus huellas en el piso y en las pocas alfombras que lo adornaban; veían asimismo con horror que los engendros acercaban a sus rostros las grasientas manos, esas manos que atolondradamente agitaban en el aire salpicándolo todo de oleosa negritud, a fin de que ellas pudieran compartir su júbilo.

̶ ¡Mira, María Mercedes, mira!, gritaba con paroxismo aquel nauseabundo fantasma africano que parecía haberse apropiado de la voz de Pancho.

Pero sus manos negras y jubilosas no podían haber encontrado menos entusiasmo que en la mirada indiferente de doña María Mercedes Ycaza.

̶  Ay, Pancho, ¡no ves que me vas a ensuciar la cara!

Sin desalentarse por la fría recepción de su mujer,  don Pancho dirigió el repugnante contenido de sus manos al rostro de su hermana,
̶
-¡Mira, mira, Antuca! ¡Petróleo!
̶
-¡Petróleo, petróleo!, gritaban sin cesar los demás hombres, abrazándose entre sí  sin conseguir, por supuesto, embarrarse mutuamente más de lo que ya estaban.

En verdad, el opíparo festín, los generosos tragos de champaña francesa, la alegría masculina, todos ellos estuvieron manchados de aquella brea viscosa. Y estaban además sobradamente justificados: los pozos de La Carolina escondían en sus entrañas tanto aceite parduzco, inmundo e inflamable como los lechos de Petrópolis.

William Barry, otrora gerente de la Anglo, participaba con no menos emoción en los aceitosos abrazos y apretones de manos, felicitando a todo el que encontrara a su paso con su inimitable acento británico y manchándolo todo con igual oleosidad, en especial a su flamante gerente de operaciones, don Francisco Illescas Barreiro. Muy para sus adentros, por otra parte, se felicitaba a sí mismo por haberlo elegido.

Mi tío Pancho había sido hasta hace poco un abogado más de la Anglo-Ecuadorian Oil Fields, aquella compañía inglesa que, cual las severas institutrices de aquel imperio ultramarino,  vino a tutelar los pinitos del petróleo ecuatoriano.  El buen desempeño de mi tío animó al inglés a unírsele en la creación de  dos compañías independientes: “Petrópolis” y  ”La Carolina”, ambas destinadas a aprovechar los pozos petrolíferos de la península de Santa Elena, aquella puntiaguda nariz que se extiende sobre el Pacífico cual una rima quevediana: “érase un país a una nariz pegado”. En efecto, si se fijan los lectores en el mapa de mi tierra, verán que esa trompa geográfica,  aunada a la sonrisa socarrona de la desembocadura del río Guayas, da al litoral ecuatoriano su perenne y alegre perfil de bufón.

Hoy en día, cuando se habla de petróleo, ya no pensamos en la península narigona. Pensamos en el “Oriente”, al otro lado de los Andes, en la Amazonía ecuatoriana, parte de aquel interminable bosque tropical que desconoce fronteras y que llega a la monumental cuenca brasileña de aquel río a cuyos estuarios los hombres de Orellana vislumbraron las míticas Amazonas.
Las mujeres guerreras de Herodoto ya no corretean por esas selvas. Hoy son las grandes torres las que han invadido la prístina jungla como formidables árboles metálicos, cíclopes temibles aparejados de un entrevero de tanques, un amasijo de tuberías y sus infaltables secuaces, las torres de gas natural, cuyas lenguas de fuego no se apagan a ninguna hora, temibles dragones de aliento demoníaco e interminable.

Pero en aquel entonces el petróleo amazónico, el de la efímera bonanza setentera, el de los consiguientes gobiernos militares, no se había descubierto todavía. La extracción era cansina e ingenua. Las bombas, de talla mucho menor que las torres amazónicas, subían y bajaban acompasadamente sus lomos dóciles, como un buey manso y afirmativo, como un pájaro bobo de salón que se hubiese instalado en la “sabana grande”, compitiendo no con la selva húmeda, sino con la caña de azúcar, el ceibo y el balso.



El éxito petrolero de Pancho no era ni remotamente el triunfo económico que, visto con la perspectiva actual, pudiera parecernos. Hoy nos viene a la mente la imagen del ranchero tejano  de las películas; aquel que, por un fortuito accidente, al cavar un pozo artesiano en su pequeña granja, se topa con el oro negro y, volviéndose millonario de la noche a la mañana, empieza a encender sus puros con billetes de cien dólares.

Para don Pancho Illescas, lo del petróleo no era más que uno entre sus muchos emprendimientos. Como el Ecuador de entonces no contaba con refinerías y como el líquido oleaginoso no tenía la utilidad y ni el valor que le damos hoy, aquella actividad no era ni siquiera la más rentable de las que había acometido. Gran parte de la producción se destinaba no a poner en movimiento motores, maquinarias y automóviles, sino a encender modestas “lámparas de petróleo”. Por si fuera poco, pobre doña María Mercedes, el resultado final de la operación era esa brea viscosa, sucia y aburrida. Para ella, que había crecido en la Avenue Victor Hugo de  París, en el elegante 16to. arrondissement, que había residido en hoteles de lujo en Buenos Aires y Nueva York, el negocio éste del petróleo en que se había metido su marido, lleno de mosquitos, zancudos, calor y humedad,  era un verdadero calvario.  

¿Quién diría que el ser grasiento y apestoso, cubierto de pies a cabeza en alquitrán, allí, en ese cobertizo en medio del yermo húmedo, pajizo, era ni más ni menos que el célebre financista, el propietario y accionista de tantas, tan importantes y disímiles empresas?

Esta bitácora de gestas heroicas no estaría completa sin la historia de don Pancho Illescas, el arquetipo del “self-made-man”, aquel individuo nacido en la pobreza que, venciendo todo tipo de adversidades,  sabe erigir un imperio sin otras herramientas que su empeño, su visión y su talento financiero.  En su caso habría que mencionar otros atributos no menos importantes: su bonhomía, su sentido del humor y su facilidad para trabar amistades  útiles y duraderas.

Yo no fui testigo de la rápida ascensión de mi tío hacia las cúspides mercantiles. Es más: su imperio económico resultó  fugaz. No se expandió a las futuras generaciones. A mí, al menos, no me salpicó ni tan siquiera una moneda, como no sea de manera indirecta. Sin embargo, no puedo escapar a la sombra de su influencia en muchos ámbitos de mi vida. 

Pancho nació con el siglo, en 1900. Heredero de tierras marchitas, heridas por la sequía, se elevó del yermo y levantó prontamente un emporio que incluyó al menos dos teatros, medios de prensa  y, sobre todo, el monopolio farináceo del país. A su muerte, su capital se fragmentó y disipó, pero su fortuna continuó incrementándose en forma imaginaria: La fábula de sus hermanas no cesaba de pintar con colores cada vez más vivos aquel patrimonio, que se volvía más y más grandioso y extravagante con cada narración.

El encuentro con William Barry, el ya mencionado gerente petrolero británico, fue uno de los puntos medulares de su curso vital. No por los alcances económicos que tuvo su relación, sino porque, en representación de la compañía de Barry, a Pancho le tocó viajar repetidamente a Europa. Así fue como, en el ya referido 16to. arrondisement de París conoció, ya se lo imaginarán ustedes, a doña María Mercedes.

El pintor debió olvidar los cánones clásicos cuando quiso retratar aquellos ojos enormes, gatunos, avasalladores; hubo de combinar en su paleta gamas luminosas,  como si quisiera captar el crepitar de un fuego polícromo. Su cuerpo, en cambio, acariciado por el cincel de Fidias en el más fino mármol de Paros, parecía un ejemplo de la perfección helenística, pero contagiado, eso sí, de aquel inimitable vaivén de caderas de las mujeres tropicales.

Todo pintor, al menos todo pintor avezado, curtido en el difícil arte del retrato, sabe que aquellas diosas grecorromanas suelen tener un carácter muy difícil. De común son caprichosas, arrogantes, egocéntricas. Cuanto más grácil y exigua sea  la línea de la nariz, más delicado el trazo de una mano al apoyarse sobre la otra, cuanto más misterio y sutileza esboce la sonrisa; tanto más ásperas y continuas serán sus quejas, más extravagantes sus caprichos, más obstinada, veleidosa, presumida,  y superficial será la diosa.

El retratista experto prefiere tomar de modelo una mujer de encantos más modestos, una mujer común, si se quiere, y transformarla mediante el arte de sus pinceles en una belleza extraordinaria. La retratada expresará su gratitud de las maneras más generosas. No faltará la que preste al hábil pintor no sólo sus facciones para el retrato, sino su propio cuerpo, para el disfrute. Una beldad excelsa, como Mechita, en cambio, nunca estará conforme con el retrato.

Pero don Pancho no era pintor y, en general, aún a sus 33 años y amparado por la mismísima diosa fortuna, desconocía los ardides de las demás féminas habitantes del Olimpo. Por si fuera poco, su Helena de Troya sabía vestirse para la conquista: Madame Grès, Madeleine Vionnet o Monsieur Piquet seguían al pie de la letra los contornos generosos, extendían en grácil evasé la magnificencia de su femeneidad, entallaba su cintura  con el abrazo de un corsage  insinuante y lujurioso, ostentaba el busto, ya de por sí perfecto, con los alardes únicos de la haute couture de aquellos años.

Sin embrago, ni los vestidos de diseñador francés, ni las cuentas bancarias de don Pancho pudieron evitarlo: La discordia en la pareja tardó menos en aparecer que el amor. El carácter dominante e imperioso de la diva no tardó en brotar a la superficie, como una tormenta tropical que enturbiara de pronto el remanso de sus ojos claros. Nacida el mismo año que su marido, huérfana de madre desde muy niña, Mercedes se educó siempre en el extranjero. Sólo venía a Guayaquil en breves visitas, en guisa de  deidad inaccesible y displicente, cuando debía ganar algún concurso de belleza. Se regresaba raudamente a Francia, su patria adoptiva, con el trofeo de sus encantos en la valija.

Mientras el doctor Francisco Illescas se dedicaba a sus negocios, Mecha y Panchito Jr., el único vástago de la unión, deambularon juntos, lejos del padre de familia, de París a Roma, de Madrid a Nueva York, del Hotel Plaza al Hilton, del Ritz al Savoy.



Pero nosotros volvamos a la península. Entre los testigos de la escena petrolera que he descrito se encontraba justamente Maria Antonieta, mi abuela, la pianista a la que he dedicado ya un capítulo de esta narrativa heroica. Ella demostró siempre, al contrario de su hermano ricachón, muy poco talento en las artes de Mercurio.  

Sin embargo, el doctor Illescas, generoso siempre, había previsto una pensión vitalicia para todos sus hermanos. En el caso de mi abuela, esta se redobló en cuanto la pobre enviudó, todavía muy joven, del doctor Eduardo Borja Pérez, mi abuelo.  Ante la muerte de su cuñado, Pancho decidió brindar a su hermana un auxilio que de repente adquirió visos de tragedia: resolvió que ella, en la situación en que se encontraba, no podría hacerse cargo de sus dos varoncitos.

Queda dicho que a la sazón el más importante de los negocios del doctor Illescas no era el petróleo, sino las harinas. “Harinas del Ecuador”, verdadero imperio de la molienda, consiguió, gracias a las hábiles maniobras políticas de su propietario, establecerse como el monopolio absoluto de las producción, distribución y venta de las harinas en el país. Es por ello que, a fin de garantizar un futuro para su sobrino, el hijo mayor de María Antonieta (o sea mi padre, Eduardo Borja Illescas), don Pancho decidió, de manera tan inconsulta como autoritaria, enviarlo a estudiar en Londres la carrera de “Flour Milling”. Dicho en buen cristiano, “molienda de harinas”. De esa manera mi padre podría, pensaba mi tío Pancho,  hacer una carrera en la más importante de sus empresas.

En cuanto al segundo vástago, don Pancho decidió tomar una medida más drástica todavía: lo arrebató del seno materno y lo insertó en el hogar de la “mejor casada” de las hermanas, seguro de que de esa manera brindaba al chico un porvenir mejor.

Mi abuela nunca se lo perdonó.  No solamente tuvo a lo largo de los años una relación difícil con aquel hijo, mi tío Ramón (el cual merece sobradamente su propia crónica en estas páginas), sino que además se trenzó en acaloradas discusiones con su hermano mayor. Sus agarradas se extendieron mucho más allá de la muerte.

Ya muy anciana, a pesar de encontrarse totalmente lúcida en las demás áreas del diario trajín, mi abuela Antuca continuaba discutiendo a los gritos con Pancho, fallecido hace ya una veintena de años. Cuando creía estar a solas en la casa, y esgrimiendo su bastón como arma mortal, clamaba a voces: “¡No se lleven a mi hijo! ¡No se lo lleven, carajo!”