![]() |
Imagen actual del abigarrado barrio quiteño de "La Vicentina". Al fondo: el volcán Cayambe Fotografía de Nicolás Svistoonoff |
'Clearly,' the Time Traveller proceeded, 'any real body must have extension in four directions: it must have Length, Breadth, Thickness, and - Duration. But through a natural infirmity of the flesh, which I will explain to you in a moment, we incline to overlook this fact. There are really four dimensions, three which we call the three planes of Space, and a fourth, Time. There is, however, a tendency to draw an unreal distinction between the former three dimensions and the latter, because it happens that our consciousness moves intermittently in one direction along the latterfrom the beginning to the end of our lives.'
H.G.Wells (1866-1946): The Time Machine (1895)
Nadie conoce la naturaleza del recuerdo. Nadie ha podido ahondar en su embrollado misterio, nadie ha revelado qué argamasa sutil es la que sostiene el tiempo en nuestra memoria, la imagen lejana en alguna cripta arcana de la mente, el olor sutil del ayer que nos conduce al pasado con más certeza que cualquier hechizo del Mahabharata o la máquina imaginada por Wells.
Por tanto, ¿quién podría asegurar que los fantasmas que habitan aquellos baúles herrumbrados, humosos e inestables son efectivamente los espejos fieles, empañados sólo por el paso del reloj? ¿los espejos que reflejan hechos verídicos, que nos muestran selectivamente lo que presenciamos, escuchamos u olimos en nuestras vidas? Es que me asalta la duda. Quizás aquellas neuronas mágicas y laboriosas que atrapan el ayer al vuelo entre sus dendritas son las mismas que elaboran filigranas fantásticas, ficticias, falsas, con que embelesamos nuestro pensamiento al creerlas memorias del pasado… cuando no son más que criaturas de la entelequia, del ensueño.
Por otra parte, puestos a recordar, ¿no será que nuestra mente es capaz de evocar recuerdos, es decir reflejos vagos, de acontecimientos auténticos, ocurridos realmente, pero que no presenciamos jamás, de los que nunca fuimos testigos? Y aplicándonos en el ejercicio de la mnemotecnia fantástica… ¿no podremos retener los recuerdos de lo vivido por otros?
Si recordamos la caída del Imperio de Constantino o la boda de nuestra abuela… será pura fantasía, supongo, jugarretas de nuestra imaginación. ¿O no? ¿Y si los demás recuerdos, los recuerdos de lo que hicimos ayer, lo fueran también? ¿Y cómo podemos estar seguros, si lo único que realmente nos queda del pasado no es más que un murmullo cada vez más inaudible en una cinta magnetofónica borrada y que a cada evocación se esfuma más y más, confundiéndose lo imaginado con lo recordado?
̶ Es imposible que recuerdes eso, me decían de chico (no recuerdo quién), pues no habías nacido todavía.
Y sin embargo, mi primer recuerdo es ese: un recuerdo imposible.
Los caballos anaranjados, amarillos, marrones, saltaban de la pared blanca, como alazanes trazados en una caverna prehistórica que, repentinamente, se hubiesen prendido fuego y extendieran sus cabriolas centelleantes a lo largo de la calle. Conforme mi padre los pintaba, los jamelgos retozaban con alegría contagiosa, alegría delineada con brochazos gruesos, seguros, bermejos y ambarinos, las largas crines al viento como una llamarada, los cascos brincando sobre el vacío lechoso del muro.
Trepado en el andamio, la pipa en la boca, la boina ladeada sobre la cabeza, la brocha en la diestra, el guardapolvo manchado en respuesta a los tonos escarlatas de su mural, mi padre parecía la caricatura del pintor bohemio de Montmâitre.
Es esa es la primera noticia que tuve de él o, al menos, así es como prefiero haberlo conocido: encaramado en el andamio, en pensativo ademán de observación de lo pintado, acariciándose la barba en actitud solemne, los anteojos lloviznados de pintura. Luego, con frenéticos mohines, ambas manos van laboriosas del tacho de pintura a la pared, blandiendo el pincel como un torbellino, una espada de fuego, de sangre caballar.
La “casa de los caballitos”, así quedó bautizada la propiedad a resultas del esfuerzo pictórico de mi padre, albergó no solamente nuestra vivienda, el refugio de una alegre infancia ornada por el lejano perfil del Cotopaxi, sino también el taller de la magia, de la más profunda y todopoderosa alquimia: una imprenta.
![]() |
Autorretrato de mi padre, Eduardo Borja Illescas |
Y es de esa manera que la entelequia quiso dar forma a mi primera semblanza paterna, presentándolo en la más atractiva de las múltiples identidades que supo cultivar, todas con el mismo talento asombroso. El dictamen de la lógica, la rigidez del currículum, hubiesen evocado al escritor, al periodista, al conferencista al maestro, al padre cariñoso. Sin embargo, no deja de alegrarme que en el sigilo misterioso de la primera memoria, se haya plasmado en mi mente otra estampa paterna: la del pintor prodigioso, capaz de dar vida ígnea y colosal a unos corceles desbocados que, saltando desde frontis de mi casa, parecían decididos a hollar con sus cascos de fuego los caminos del mundo.