CUATRO: El piano de la leyenda


Tanta hermosura hay en ella
que dudo, al ver su primor,
si acaso es del cielo flor,
si acaso es del mundo estrella;
es, en fin, ciudad tan bella
que parece en tal hechizo,
que la omnipotencia quiso
dar una señal patente
de que está en el Occidente
el terrenal paraíso.
Juan Bautista Aguirre (1725 - 1786)


El ocaso de aquella era ingenua, en que la sopa no venía en cubitos y en la que la primera etapa en la preparación del consomé era la matanza del pollo, daba paso a los albores de un tiempo nuevo, un tiempo que confiaba en “el progreso de la Humanidad”, un tiempo en que las noticias, a pesar de que todavía venían impresas en papel, ya anunciaban los grandes adelantos de la nueva centuria: el primer cable trasatlántico y los primeros vuelos comerciales. Y ese confiado cambio de siglo vino acompañado por los acordes del piano de mi abuela. En efecto, entre las amarillentas partituras que heredé, destacaba una “polca brillante” titulada ostentosamente El siglo XX. Destacaba digo, pero no por las notas que nunca llegué a escuchar, sino por su portada, Mostraba al brillante Febo-Apolo, coronada su testa de rayos solares, guiando él mismo su carroza. Los corceles que de ella tiraban emergían del grabado y saltaban sobre el espectador, dispuestos a conducir al Mundo hacia los logros del siglo en ciernes.

Toda familia tiene sus leyendas, sus verdades incuestionables y sobre todo inescrutables. La familia Illescas blandía orgullosa, en cuanto la conversación lo permitiera, como una presea, el brillante pasado pianístico de la joven María Antonieta. Ella misma, ya anciana y convertida en mi adorada “belita Toña”, no dejaba de recalcar que, gracias a las enseñanzas de su maestro, llegó a tocar como una verdadera concertista. Pasaba luego a relatar, con muchísimo más detalle, las razones por las que hubo de abandonar su resplandeciente porvenir en las artes. Ocurre que ella compartía con otras muchas abuelas aquella propensión a mostrarse como víctimas, a pintar a las más diversas circunstancias como únicas responsables de su destino, un destino menos que deseable. Su imaginario está así poblado de villanos añejos, tal vez muertos; de contrincantes formidables e irreductibles, causantes de su desgracia. Buscan así, como los chicos, llamar la atención sobre sí mismas, provocar lástima, aquel placebo triste del amor.
Sus hijos adultos, casi siempre ya inmunes a esas maniobras pueriles, se exacerban:
–¡Ya basta, mamá, el tío Fernando (o la empleada, o el banco) no tiene nada que ver!

Los nietos, en cambio, también necesitados de inagotable atención, son un auditorio por demás favorable a esos lamentos. Nos indignábamos enormemente ante las muchas injusticias sufridas por nuestras abuelas. No importaba que hubiesen ocurrido muchos años antes incluso de nuestro nacimiento. Nos veíamos a nosotros mismos en nuestra fantasía convertidos en adalides semejantes a los personajes de las historietas, defendiendo a la abuela de todos aquellos felones reales o imaginarios. Nos acercábamos a la ventanilla revólver en mano, a reclamar el pago puntual de su pensión, o dirimíamos a trompadas un asunto de herencias con algún tío, ya fallecido hace años, al que dábamos en nuestra imaginación el aspecto de algún “archi-villano” de la incipiente televisión.

Así pues, uno de aquellos anti-héroes pasaba a ser el tío Pancho, sobre el que me tocará extenderme en algún momento. Era él quien había obsequiado graciosamente el piano de la abuela a algún ricachón con el objeto de cerrar un trato de negocios.



Es así como María Antonieta se quedó sin su piano, y la razón por la que dejó de tocar para siempre. Era eso al menos lo que relataba con derrotado acento. Por tanto, el talento pianístico de mi abuela permanece indemostrable y librado a la especulación generosa. Lo único que puedo colegir por los destartalados álbumes de partituras que llegaron a mis manos, con sus lomos de cuero y sus letras doradas, es que las hojas se veían bastante trajinadas por el uso y que contenían en general obras de muy difícil ejecución. No había ni “Clementinas” u otras “sonatinas” para estudiantes, sino aguerridas y peliagudas obras de Liszt, por ejemplo, y aquellas piezas de Chopin que mi padre, aún años después de fallecida mi “belita”, no podía escuchar sin lágrimas en los ojos.

–Un recuerdo. ¿qué somos los hombres sino un recuerdo?, exclamaba.

El venerado maestro había sido un pianista francés afincado en la calurosa y húmeda Guayaquil de entonces, la Guayaquil de madera que devoró el incendio. El músico gabacho, al que me lo imagino inconvenientemente trajeado a la usanza parisina decimonónica en plena canícula ecuatorial, trajo consigo una verdadera revolución musical. Una música novísima y embriagadora, dionisíaca y salvaje, de dificilísima ejecución e imposible de comprender. Su creador era un tal “Güañé”. Para mí permaneció por muchos años en total misterio la identidad cierta de este impetuoso compositor de tan romántico arrebato, tan mentado por la abuela, cuyas partituras, decía, en algún momento me iba a entregar.

Cotejando el recuerdo de mi amada belita con las tapas silentes de sus partituras, ya endebles y pajizas, me topé con el nombre de aquel ignoto compositor de aliento exacerbado, el nombre que el maestro de mi abuela, siendo francés, pronunciaba conforme la meridional usanza de su tierra: su enigmático “Güañé” no era otro que “Richard Wagner”.