TRES: Caruso en Babahoyo



Me permito bautizar a ese lejano tío como “Antonio”, pues la neurona ociosa ha extraviado su nombre. Su apellido será “Barreiro”, pues me parece recordar que pertenece a esa rama de la familia de mi abuela paterna.

Don Antonio calificaba como “Gran Cacao”. Ese mote, no carente de un dejo despectivo, nominaba a las familias que se habían enriquecido con el cultivo cacaotero, el primero en la lista de “monocultivos” con que el accionar del Hombre ha venido hostigando el generoso suelo de nuestra costa. Como todo joven heredero de los amplios plantíos del “alimento de los dioses”, Antonio tuvo una educación europea relativamente esmerada. Fue en el viejo continente donde trabó contacto con un gramófono, aquel aparato cuyo notable mecanismo de manivela permitía que resonaran las voces de los grandes cantantes de la época como un prodigio fantasmagórico, así como también, pero de forma harto más endeble, las ejecuciones de los grandes intrumentistas.

Me imagino la cara de mi joven tío cuando escuchó emerger de aquella enorme pero grácil trompeta las voces de la Melba, la Patti, el gran Battistini, o los vericuetos sonoros del violín de Sarasate. Algunos de los divos que lo habían embelesado a los largo de sus correrías de estudiante, en la Opéra de Paris, en Covent Garden de Londres y en La Scala de Milán, estaban allí, dispuestos a cautivarlo nuevamente, cuantas veces se le antojara y en el momento que él dispusiera, con solo colocar el disco en la tornamesa, dar cuerda al aparato, y colocar la púa sobre los mágicos surcos. Su mente juvenil no podía concebir mayor maravilla ni mayor avance para la Humanidad. Ni se imaginaba siquiera que, pocos años más tarde, se inventaría el micrófono, dando a las grabaciones un realismo mucho mayor.
Sin embargo, mi tío no estaba preparado para lo que escucharía a continuación. Su amigo melómano, el bienaventurado dueño del aparato mágico y de la envidiable colección de discos, anunció con parsimonia la reproducción de un disco de un “nuevo tenor” napolitano, hecho lo cual se encomendó con no menos solemnidad a todo el ritual que exigía la operación del cachivache: limpiar el disco, colocarlo con el debido protocolo sobre el círculo de fieltro, dar vueltas a la manija y finalmente apoyar delicadamente la púa sobre el quebradizo “grafito”.

Luego de los inevitables murmullos que conlleva el arrastre de la púa a lo largo de surco, comenzó la música, aquella fofa banda que, por razones acústicas, y me imagino que presupuestarias, reemplaza a la orquesta en las primeras grabaciones. En eso, tronó el cañonazo: la voz viril, potente, y a la vez aterciopelada y envolvente invadió todo el salón, expandiéndose como la explosión sonora de un violonchelo gigante. El gramófono carecía de control de “volumen”: la devastadora potencia de una granada lírica parecería poner en peligro los tímpanos de los escuchas, e incluso comprometer la integridad física del edificio. Pero al mismo tiempo un timbre baritonal, más que tenoril, afelpado, acariciaba todo su cuerpo, sumergiéndolo con sus vibraciones elementales, primitivas, magnéticas, en un baño cálido, en una ablución sagrada, de éxtasis, de frenesí. Mi tío Antonio había conocido la dicha. Se había enamorado de una voz… la de Enrico Caruso.



A partir de entonces, pasó hambre. Destinó sus ahorros y la mesada que recibía desde el Ecuador a comprar cuanto disco de Caruso pudiera encontrar. Sus familiares, los cacaos mayores, se preocupaban: los informes de los preceptores eran alarmantes: casi había abandonado los estudios y su rendimiento era totalmente insatisfactorio.

No hablaba de otra cosa que de uno de esos extraños trastos modernos y del cantante italiano ese que "está tan de moda en América". Con gran sobresalto, Antonio se enteró de que sus padres había decidido su regreso. La situación era crítica: había adquirido todos los discos posibles… pero no tenía cómo reproducirlos. En el Ecuador de entonces, cavilaba con tanta razón el joven melómano, resultaría muy difícil encontrar un gramófono, semejante maravilla de la técnica moderna. Quién sabe si en Guayaquil, ciudad más progresista y avanzada. Pero en la provincia de Los Ríos, donde la familia tenía la plantación, todos esos adelantos eran vistos no sólo con escepticismo, sino incluso con desconfianza, convencidos como estaba muchos lugareños de que eran obra del mismísimo “don Sata”.

Ya con el pie sobre la plancha de abordaje, enjuto y hambriento, Antonio se deshizo de los últimos céntimos que le quedaban en la levita. De esa manera consiguió, triunfante, adquirir su más preciado bien: el fonógrafo más sofisticado y aparatoso, lo último en la técnica de la época.

A ojos de Antonio, su desembarco en Babahoyo fue triunfal. Había conseguido traer a su terruño agrícola, inculto, ignorante, el arte del más grande artista del mundo “envasado” en aquellas lajas redondas de carbón. Estaba seguro de que el exponer a sus familiares, amigos, y, por qué no, también a los trabajadores de la tierra y a los sirvientes de la casa al arte superior, conseguiría ennoblecer su espíritu y hacerlos mejores seres humanos.

Sus esfuerzos no pudieron encontrar más incomprensión. La descomunal y hermosa voz de su ídolo, no parecía ser para sus allegados otra cosa que una sucesión de gritos absurdos en un idioma extraño. Los niños se divertían burlándose e imitando al tenor. Pero nada de ello agraviaba a Antonio. El sabía que la paciencia rendiría sus frutos. Si insistía, confiaba, alguno de esos niños terminaría por comprender, por apreciar el verdadero arte.

En Pimocha, entre las mazorcas de cacao que brotaban bajo las chocitas encumbradas en sus palafitos de guadúa por encima de la esbelta y tupida caña, sobre el oloroso café, el caucho resinoso, el perfumado guachapelí y el guayacán florido, al calor pegajoso de la humedad y los mosquitos, resonaba majestuosa, imponente, la voz de Caruso, extendiéndose hacia las sabanas, las selvas y los plantíos, siguiendo las riberas del Babahoyo, regándose en las aguas del Daule. Manaba incansable del portal de la casa de hacienda de los Barreiro, escenario alegre y tropical. El joven operador gramófonico yacía en su hamaca, extasiado, al arrullo de la voz generosa e hipnótica, seguro del beneficio que ello significaba para los labriegos que, encorvados sobre las tierras anegadas de las que emergía el arroz tímido, continuaban su faena, indiferentes al arte lírico que de forma gratuita y dispendiosa les era obsequiado por el ’ño Toñito.

El paso de los años trajo a la vida de Antonio un matrimonio, varios hijos, así como innovaciones tecnológicas que Antonio vió con hostilidad. No era para menos: los nuevos esperpentos técnicos, como la radio, llevaron música ordinaria y feraz hasta los rincones más apartados de sus tierras. No había caso. Ahora que él, a la muerte de su padre, había pasado a ser dueño de todas esas extesiones, se había dado por vencido. Era imposible civilizar a su gente, hacerle apreciar el arte verdadero, la expresión más excelsa del ser humano.

Sus víctimas pasaron a ser sus familiares. Y digo sus “víctimas”, porque don Antonio despreciaba los “tocadiscos”, los “tocacintas” y todos esos artilugios que para entonces era cosa común en todas las casas, no sólo en Quito y Guayaquil, sino también en su querido Babahoyo y hasta en sus comarcas más alejadas. Para él Caruso nunca sonó mejor que en un auténtico gramófono, uno como el que él, de joven, había traído desde Francia.

A pesar de la estereofonía que había invadido los hogares con aquella música “a go-gó” y todos esos ritmos foráneos y salvajes, don Antonio continuaba con su ritual de los domingos por la tarde: la familia se congregaba en torno a él, ahora patriaca autoritario del lugar, a escuchar la “verdadera” música. Con el pulso cada vez más tembloroso por el paso de los años, repetía la misma ceremonia. Colocaba sobre el raído fieltro alguno de aquellos preciados tesoros, alguno de los pocos que habían sobrevivdo a la torpeza de las mucamas y a la travesura de los hijos y luego de los nietos. Giraba la manivela y colocaba lentamente la desafilada punta sobre los desgastados surcos del trajinado disco.

La voz de Caruso se había vuelto apenas un murmullo inaudible, apagada por fuertes ruidos de serrucho oxidado que exhalaba cansadamente la torcida trompeta. Los familiares se miraban entre sí, o entornaban los ojos con paciencia. No ocurría lo mismo con don Antonio, que con rostro haber alcanzado el nirvana, se deleitaba una vez más en la maravillosa interpretación del rey de los tenores.

Conforme la voz de Caruso se había ido borrando de los surcos desgastados de sus discos, don Antonio había ido perdiendo el oído. Cuando finalmente todo rastro de Caruso se hubo evaporado de sus añosos tesoros, don Antonio se había vuelto sordo como una tapia.

El estrepitoso rumor de la púa corroída que se arrastraba penosamente por los despojos de lo que otrora fue un disco, acompañaba aquellas veladas domingueras de mi tío, al olor del café recién hecho. No se podía hablar. Ni chistar tan siquiera: el tío escuchaba a Caruso con reverencia, la voz más potente y vigorosa incluso que aquella tarde en París, cuando Antonio descubrió el arte verdadero.






"El gramófono hizo a Caruso, ¿o fue Caruso el que hizo posible el gramófono?"
-Anónimo