"La libertad no se implora de rodillas, se conquista en los campos de batalla"
Eloy Alfaro (1842-1912)

El teniente coronel Luis Salazar Alzamora, mi abuelo, no parecía una persona. Era, en realidad, una figura alegórica. La apología del orden, investida de carne y hueso. Su biografía podrían haberla trazado Newton o Descartes y exhibirla como la exaltación de su método científico; en su vida organizada, paradigmática, prolija, tuvimos sus nietos un permanente ejemplo de corrección, de modales, de orden. Lástima que hayamos sido tan malos estudiantes.
Había sido militar, y en ejercicio de tal, esas virtudes le eran imprescindibles. Sin embargo, ya en la vida civil, las aplicaba con el mismo rigor que en el cuartel. Su hogar por ende marchaba al exigente compás de una banda de guerra desde antes del alba, a lo largo de la meticulosa rutina, hasta que su reloj biológico tocaba la retirada. La suya y la de todos los ocupantes de las instalaciones. A su vez, en esa jornada de horarios precisos e inflexibles, cada actividad venía acompañada de un ritual de severas reglas: el desayuno, el arreglo del jardín, el almuerzo, el paseo “para hacer la digestión”, la lectura, el acostarse. Y cada quehacer venía precedido de su debida preparación. Es más, si por él hubiese sido, habría contratado un corneta que ejecutara el toque de diana correspondiente a cada ocupación, para dar así mayor claridad y solemnidad a su inicio y a su término.
El ritual de los domingos por la mañana, mientras la abuela iba a misa, era asistir a la Plaza Grande , que convocaba a su cita semanal con la misma autoridad de un general de brigada.
Él no asistía a la misa, salvo que fuera estrictamente necesario: una boda, una misa de difuntos. En ese caso, solía permanecer de pie, estatuario, con los brazos cruzados en leve actitud de desafío, o con las manos unidas respetuosamente detrás de la espalda. Junto a él, su yerno, mi padre, hacía lo mismo. No se santiguaban, ni rezaban, ni mucho menos comulgaban. Se limitaban a escuchar el sermón con respeto y a soportar de modo estoico el ininteligible murmullo de los feligreses.
Me imagino que el abuelo, como otros militares de mi país, tenía bien clara la verdadera división de los poderes del estado. La clasificación de los mandatos en “ejecutivo”, “legislativo” y “judicial” está bien para Voltaire, o para esas democracias de origen iluminista. En el Ecuador, que no acababa de salir del feudalismo y ya quería ser bolchevique, la torta estaba repartida de otra manera, al menos en lo cultural y en lo social, y era ese el reparto que estaba estampado profundamente en la psique popular: “Iglesia” y “Fuerzas Armadas”.
En otros países latinoamericanos, al ingresar al templo, el militar participa del culto, rinde pleitesía. La Iglesia es, más allá de un ministerio espiritual, su aliada. Se ha llegado a afirmar que en algunos casos resultó incluso cómplice de las atrocidades y desmanes cometidos por varios regímenes militares. En el Ecuador, en cambio, la milicia se organizó en base a los lineamientos progresistas de Eloy Alfaro. Don Eloy, al tiempo que introdujo el divorcio en la sociedad, divorció la iglesia del estado. Comprendiendo la ideología alfarista que los sostiene, puede entenderse que en el Ecuador tanto la Escuela Militar como el principal grupo subversivo de izquierda de los ochenta, ambos, evoquen el nombre del “viejo luchador”. Otra paradoja del país que se alegra con música triste.
Me imagino que al hollar la casa de Dios, más de un militar ecuatoriano sentirá en su fuero interno que está ingresando en la jurisdicción “del otro”, del “rival”, casi de un contrincante. Algunos, como mi teniente-coronel, ven a la curia con desconfianza, con desdén incluso. La saben manipuladora, hipócrita.
Aclaremos, sí, que todo esto es una especulación mía y como tal debe asumirse. Sabio como era, el abuelo evitaba ese tema, seguramente para no escandalizar al resto de la familia, sobre todo las mujeres.
La liturgia dominical del abuelo, de nuestro "belito", queda dicho, consistía en concurrir a Plaza Grande donde lo aguardaban sus colegas jubilados. Con esos compañeros de armas, desde las bancas estratégicamente situadas como barricadas frente a los emblemas del poder, el atrio de la Catedral , el antiguo Palacio Municipal, el Palacio de Gobierno y el Palacio Arzobispal, mi abuelo dictaba cátedra. Sus elocuentes discursos explicaban claramente cómo se debía proceder para salvar el país, y describían en detalle cuánto mejor era el mundo antes que hogaño.
Los nietos varones, mi hermano y yo, cuando conseguía rescatarnos las católicas y apostólicas manos de la abuela, lo acompañábamos en esas masculinas actividades. Pero salir “al centro” no era cosa fácil. El abuelo preparaba su atuendo para la salida con la misma escrupulosidad con la que hubiese alistado su parafernalia guerrera para enfrentar una batalla. De esa manera, estaba preparado para cualquier eventualidad: el paraguas y los chanclos por si llueve, el gracioso sombrero hongo por si hace sol, indispensable además para levantarlo con graciosa cortesía y saludar con un “aloaló”.
Su “encauchado” en tiempos de lluvia o su abrigo, que en días soleados servía para tener el brazo izquierdo elegantemente ocupado mientras anticipaba sus pasos con un innecesario pero distinguido bastón en el derecho, era un verdadero tanque de guerra. Dentro de sus bolsillos llevaba no solamente la billetera, sino también generosas provisiones de herramientas para escribir, tanto estilográficas de tinta como lápices, libretitas para tomar notas, alguna revista, la agenda, caramelos “por si se ofrece algo dulce”, medicinas para diversas dolencias que pudieran aquejarnos de improviso, el pañuelo bordado con sus iniciales… y las infaltables bolsitas de papel. Las traía de todos los tamaños imaginables, acordes con la función que eventualmente pudieran desempeñar. Desde las más nimias, por si algún nieto quisiera escupir el caramelo, hasta las de capacidad suficiente para envolver una persona. Las más aparatosas venían cuidadosamente dobladas sobre sí mismas una y otra vez hasta ocupar el mismo volumen que las más pequeñas. De esa manera resultaba fácil mantenerlas clasificadas por tamaño dentro del bolsillo correspondiente y esgrimirlas con satisfacción cuando la necesidad se presentara al son de un “no se preocupe, aquí tengo…”
Pero los escondites no eran solamente los bolsillos. Bajo las solapas, tanto del abrigo como de la levita, transportaba clavadas agujas de distintos tamaños (para hilván para pespunte) previamente enhebradas con hilos de los colores más usuales. No faltaban una buena provisión de alfileres, así como los utilísimos “imperdibles”, todos ellos pinchados en el revés de la solapa respectiva en estricto orden de tamaño. Ni siquiera la guarda del sombrero se salvaba de servir como estuche de algún pertrecho menudo que pudiera llegar a hacer falta.
Una vez equipado el “belito” con su amadura dominguera, y sofocados nosotros con nuestros sobretodos de franela y nuestras respectivas gorras en pleno sol ecuatorial, partíamos rumbo a la plaza. Comenzaba el itinerario: el heladero que anunciaba su producto al son de sus campanitas y las naranjas peladas mágicamente con aquel pelador de manivela, que no he visto en otras latitudes. Contemplábamos a los jugadores de “bolas”, ya adultos, verdaderos profesionales de las canicas. Parábamos para alguna patriótica clase de historia frente a algún monumento y, una vez llegados a nuestro destino, mientras el abuelo disertaba acerca de las diversas guerras de la humanidad o ponderaba los adelantos de la ciencia, nosotros cumplíamos con la parte medular del rito dominical: nos contaban el pelo. El peluquero tenía traza de ser el mismo que había acicalado al abuelo en su niñez, y no me sorprendería que sea el mismo que, en el mismo asiento de barbero, en la misma covacha bajo el palacio de gobierno, continúe “haciéndoles el pelo” a los nietos de teniente-coronel de hoy mientras escribo estas líneas.
El “corte cadete” era por demás práctico: fácil de peinar, o más bien dicho imposible de despeinar, higiénico y estéticamente detestable. La cabeza quedaba prácticamente rapada, salvo por un breve mechón sobre la frente que indicaba que la apariencia de la víctima no era enteramente accidental, sino que le había sido inflingida por un peluquero de esos de la Plaza Grande. Por otra parte, el precario muñón de pelo que emergía de entre el yermo capilar parecía dejado a propósito para que el abuelo tuviera de dónde sacudirnos, poniéndonos en cintura al grito de “¡guambrito defectuoso!”
En un momento determinado, sin razón aparente, como arrebatado por una inspiración repentina, el belito sacaba su reloj de cadena del respectivo bolsillo del chaleco y, comparando su precisión con la del reloj de la catedral, dictaminaba: “ya es hora”, y emprendíamos el regreso a casa.