Tanta hermosura hay en ella
que dudo, al ver su primor,
si acaso es del cielo flor,
si acaso es del mundo estrella;
es, en fin, ciudad tan bella
que parece en tal hechizo,
que la omnipotencia quiso
dar una señal patente
de que está en el Occidente
el terrenal paraíso.
El ocaso de aquella era ingenua, en que la sopa no venía en cubitos y en la que la primera etapa en la preparación del consomé era la matanza del pollo, daba paso a los albores de un tiempo nuevo, un tiempo que confiaba en “el progreso de la Humanidad”, un tiempo en que las noticias, a pesar de que todavía venían impresas en papel, ya anunciaban los grandes adelantos de la nueva centuria: el primer cable trasatlántico y los primeros vuelos comerciales. Y ese confiado cambio de siglo vino acompañado por los acordes del piano de mi abuela. En efecto, entre las amarillentas partituras que heredé, destacaba una “polca brillante” titulada ostentosamente El siglo XX. Destacaba digo, pero no por las notas que nunca llegué a escuchar, sino por su portada, Mostraba al brillante Febo-Apolo, coronada su testa de rayos solares, guiando él mismo su carroza. Los corceles que de ella tiraban emergían del grabado y saltaban sobre el espectador, dispuestos a conducir al Mundo hacia los logros del siglo en ciernes.
Toda familia tiene sus leyendas, sus verdades incuestionables y sobre todo inescrutables. La familia Illescas blandía orgullosa, en cuanto la conversación lo permitiera, como una presea, el brillante pasado pianístico de la joven María Antonieta. Ella misma, ya anciana y convertida en mi adorada “belita Toña”, no dejaba de recalcar que, gracias a las enseñanzas de su maestro, llegó a tocar como una verdadera concertista. Pasaba luego a relatar, con muchísimo más detalle, las razones por las que hubo de abandonar su resplandeciente porvenir en las artes. Ocurre que ella compartía con otras muchas abuelas aquella propensión a mostrarse como víctimas, a pintar a las más diversas circunstancias como únicas responsables de su destino, un destino menos que deseable. Su imaginario está así poblado de villanos añejos, tal vez muertos; de contrincantes formidables e irreductibles, causantes de su desgracia. Buscan así, como los chicos, llamar la atención sobre sí mismas, provocar lástima, aquel placebo triste del amor.
Sus hijos adultos, casi siempre ya inmunes a esas maniobras pueriles, se exacerban:
–¡Ya basta, mamá, el tío Fernando (o la empleada, o el banco) no tiene nada que ver!
Los nietos, en cambio, también necesitados de inagotable atención, son un auditorio por demás favorable a esos lamentos. Nos indignábamos enormemente ante las muchas injusticias sufridas por nuestras abuelas. No importaba que hubiesen ocurrido muchos años antes incluso de nuestro nacimiento. Nos veíamos a nosotros mismos en nuestra fantasía convertidos en adalides semejantes a los personajes de las historietas, defendiendo a la abuela de todos aquellos felones reales o imaginarios. Nos acercábamos a la ventanilla revólver en mano, a reclamar el pago puntual de su pensión, o dirimíamos a trompadas un asunto de herencias con algún tío, ya fallecido hace años, al que dábamos en nuestra imaginación el aspecto de algún “archi-villano” de la incipiente televisión.
Así pues, uno de aquellos anti-héroes pasaba a ser el tío Pancho, sobre el que me tocará extenderme en algún momento. Era él quien había obsequiado graciosamente el piano de la abuela a algún ricachón con el objeto de cerrar un trato de negocios.
Es así como María Antonieta se quedó sin su piano, y la razón por la que dejó de tocar para siempre. Era eso al menos lo que relataba con derrotado acento. Por tanto, el talento pianístico de mi abuela permanece indemostrable y librado a la especulación generosa. Lo único que puedo colegir por los destartalados álbumes de partituras que llegaron a mis manos, con sus lomos de cuero y sus letras doradas, es que las hojas se veían bastante trajinadas por el uso y que contenían en general obras de muy difícil ejecución. No había ni “Clementinas” u otras “sonatinas” para estudiantes, sino aguerridas y peliagudas obras de Liszt, por ejemplo, y aquellas piezas de Chopin que mi padre, aún años después de fallecida mi “belita”, no podía escuchar sin lágrimas en los ojos.
–Un recuerdo. ¿qué somos los hombres sino un recuerdo?, exclamaba.
El venerado maestro había sido un pianista francés afincado en la calurosa y húmeda Guayaquil de entonces, la Guayaquil de madera que devoró el incendio. El músico gabacho, al que me lo imagino inconvenientemente trajeado a la usanza parisina decimonónica en plena canícula ecuatorial, trajo consigo una verdadera revolución musical. Una música novísima y embriagadora, dionisíaca y salvaje, de dificilísima ejecución e imposible de comprender. Su creador era un tal “Güañé”. Para mí permaneció por muchos años en total misterio la identidad cierta de este impetuoso compositor de tan romántico arrebato, tan mentado por la abuela, cuyas partituras, decía, en algún momento me iba a entregar.
Cotejando el recuerdo de mi amada belita con las tapas silentes de sus partituras, ya endebles y pajizas, me topé con el nombre de aquel ignoto compositor de aliento exacerbado, el nombre que el maestro de mi abuela, siendo francés, pronunciaba conforme la meridional usanza de su tierra: su enigmático “Güañé” no era otro que “Richard Wagner”.
Me permito bautizar a ese lejano tío como “Antonio”, pues la neurona ociosa ha extraviado su nombre. Su apellido será “Barreiro”, pues me parece recordar que pertenece a esa rama de la familia de mi abuela paterna.
Don Antonio calificaba como “Gran Cacao”. Ese mote, no carente de un dejo despectivo, nominaba a las familias que se habían enriquecido con el cultivo cacaotero, el primero en la lista de “monocultivos” con que el accionar del Hombre ha venido hostigando el generoso suelo de nuestra costa. Como todo joven heredero de los amplios plantíos del “alimento de los dioses”, Antonio tuvo una educación europea relativamente esmerada. Fue en el viejo continente donde trabó contacto con un gramófono, aquel aparato cuyo notable mecanismo de manivela permitía que resonaran las voces de los grandes cantantes de la época como un prodigio fantasmagórico, así como también, pero de forma harto más endeble, las ejecuciones de los grandes intrumentistas.
Me imagino la cara de mi joven tío cuando escuchó emerger de aquella enorme pero grácil trompeta las voces de la Melba, la Patti, el gran Battistini, o los vericuetos sonoros del violín de Sarasate. Algunos de los divos que lo habían embelesado a los largo de sus correrías de estudiante, en la Opéra de Paris, en Covent Garden de Londres y en La Scalade Milán, estaban allí, dispuestos a cautivarlo nuevamente, cuantas veces se le antojara y en el momento que él dispusiera, con solo colocar el disco en la tornamesa, dar cuerda al aparato, y colocar la púa sobre los mágicos surcos. Su mente juvenil no podía concebir mayor maravilla ni mayor avance para la Humanidad. Ni se imaginaba siquiera que, pocos años más tarde, se inventaría el micrófono, dando a las grabaciones un realismo mucho mayor.
Sin embargo, mi tío no estaba preparado para lo que escucharía a continuación. Su amigo melómano, el bienaventurado dueño del aparato mágico y de la envidiable colección de discos, anunció con parsimonia la reproducción de un disco de un “nuevo tenor” napolitano, hecho lo cual se encomendó con no menos solemnidad a todo el ritual que exigía la operación del cachivache: limpiar el disco, colocarlo con el debido protocolo sobre el círculo de fieltro, dar vueltas a la manija y finalmente apoyar delicadamente la púa sobre el quebradizo “grafito”.
Luego de los inevitables murmullos que conlleva el arrastre de la púa a lo largo de surco, comenzó la música, aquella fofa banda que, por razones acústicas, y me imagino que presupuestarias, reemplaza a la orquesta en las primeras grabaciones. En eso, tronó el cañonazo: la voz viril, potente, y a la vez aterciopelada y envolvente invadió todo el salón, expandiéndose como la explosión sonora de un violonchelo gigante. El gramófono carecía de control de “volumen”: la devastadora potencia de una granada lírica parecería poner en peligro los tímpanos de los escuchas, e incluso comprometer la integridad física del edificio. Pero al mismo tiempo un timbre baritonal, más que tenoril, afelpado, acariciaba todo su cuerpo, sumergiéndolo con sus vibraciones elementales, primitivas, magnéticas, en un baño cálido, en una ablución sagrada, de éxtasis, de frenesí. Mi tío Antonio había conocido la dicha. Se había enamorado de una voz… la de Enrico Caruso.
A partir de entonces, pasó hambre. Destinó sus ahorros y la mesada que recibía desde el Ecuador a comprar cuanto disco de Caruso pudiera encontrar. Sus familiares, los cacaos mayores, se preocupaban: los informes de los preceptores eran alarmantes: casi había abandonado los estudios y su rendimiento era totalmente insatisfactorio.
No hablaba de otra cosa que de uno de esos extraños trastos modernos y del cantante italiano ese que "está tan de moda en América". Con gran sobresalto, Antonio se enteró de que sus padres había decidido su regreso. La situación era crítica: había adquirido todos los discos posibles… pero no tenía cómo reproducirlos. En el Ecuador de entonces, cavilaba con tanta razón el joven melómano, resultaría muy difícil encontrar un gramófono, semejante maravilla de la técnica moderna. Quién sabe si en Guayaquil, ciudad más progresista y avanzada. Pero en la provincia de Los Ríos, donde la familia tenía la plantación, todos esos adelantos eran vistos no sólo con escepticismo, sino incluso con desconfianza, convencidos como estaba muchos lugareños de que eran obra del mismísimo “don Sata”.
Ya con el pie sobre la plancha de abordaje, enjuto y hambriento, Antonio se deshizo de los últimos céntimos que le quedaban en la levita. De esa manera consiguió, triunfante, adquirir su más preciado bien: el fonógrafo más sofisticado y aparatoso, lo último en la técnica de la época.
A ojos de Antonio, su desembarco en Babahoyo fue triunfal. Había conseguido traer a su terruño agrícola, inculto, ignorante, el arte del más grande artista del mundo “envasado” en aquellas lajas redondas de carbón. Estaba seguro de que el exponer a sus familiares, amigos, y, por qué no, también a los trabajadores de la tierra y a los sirvientes de la casa al arte superior, conseguiría ennoblecer su espíritu y hacerlos mejores seres humanos.
Sus esfuerzos no pudieron encontrar más incomprensión. La descomunal y hermosa voz de su ídolo, no parecía ser para sus allegados otra cosa que una sucesión de gritos absurdos en un idioma extraño. Los niños se divertían burlándose e imitando al tenor. Pero nada de ello agraviaba a Antonio. El sabía que la paciencia rendiría sus frutos. Si insistía, confiaba, alguno de esos niños terminaría por comprender, por apreciar el verdadero arte.
En Pimocha, entre las mazorcas de cacao que brotaban bajo las chocitas encumbradas en sus palafitos de guadúa por encima de la esbelta y tupida caña, sobre el oloroso café, el caucho resinoso, el perfumado guachapelí y el guayacán florido, al calor pegajoso de la humedad y los mosquitos, resonaba majestuosa, imponente, la voz de Caruso, extendiéndose hacia las sabanas, las selvas y los plantíos, siguiendo las riberas del Babahoyo, regándose en las aguas del Daule. Manaba incansable del portal de la casa de hacienda de los Barreiro, escenario alegre y tropical. El joven operador gramófonico yacía en su hamaca, extasiado, al arrullo de la voz generosa e hipnótica, seguro del beneficio que ello significaba para los labriegos que, encorvados sobre las tierras anegadas de las que emergía el arroz tímido, continuaban su faena, indiferentes al arte lírico que de forma gratuita y dispendiosa les era obsequiado por el ’ño Toñito.
El paso de los años trajo a la vida de Antonio un matrimonio, varios hijos, así como innovaciones tecnológicas que Antonio vió con hostilidad. No era para menos: los nuevos esperpentos técnicos, como la radio, llevaron música ordinaria y feraz hasta los rincones más apartados de sus tierras. No había caso. Ahora que él, a la muerte de su padre, había pasado a ser dueño de todas esas extesiones, se había dado por vencido. Era imposible civilizar a su gente, hacerle apreciar el arte verdadero, la expresión más excelsa del ser humano.
Sus víctimas pasaron a ser sus familiares. Y digo sus “víctimas”, porque don Antonio despreciaba los “tocadiscos”, los “tocacintas” y todos esos artilugios que para entonces era cosa común en todas las casas, no sólo en Quito y Guayaquil, sino también en su querido Babahoyo y hasta en sus comarcas más alejadas. Para él Caruso nunca sonó mejor que en un auténtico gramófono, uno como el que él, de joven, había traído desde Francia.
A pesar de la estereofonía que había invadido los hogares con aquella música “a go-gó” y todos esos ritmos foráneos y salvajes, don Antonio continuaba con su ritual de los domingos por la tarde: la familia se congregaba en torno a él, ahora patriaca autoritario del lugar, a escuchar la “verdadera” música. Con el pulso cada vez más tembloroso por el paso de los años, repetía la misma ceremonia. Colocaba sobre el raído fieltro alguno de aquellos preciados tesoros, alguno de los pocos que habían sobrevivdo a la torpeza de las mucamas y a la travesura de los hijos y luego de los nietos. Giraba la manivela y colocaba lentamente la desafilada punta sobre los desgastados surcos del trajinado disco.
La voz de Caruso se había vuelto apenas un murmullo inaudible, apagada por fuertes ruidos de serrucho oxidado que exhalaba cansadamente la torcida trompeta. Los familiares se miraban entre sí, o entornaban los ojos con paciencia. No ocurría lo mismo con don Antonio, que con rostro haber alcanzado el nirvana, se deleitaba una vez más en la maravillosa interpretación del rey de los tenores.
Conforme la voz de Caruso se había ido borrando de los surcos desgastados de sus discos, don Antonio había ido perdiendo el oído. Cuando finalmente todo rastro de Caruso se hubo evaporado de sus añosos tesoros, don Antonio se había vuelto sordo como una tapia.
El estrepitoso rumor de la púa corroída que se arrastraba penosamente por los despojos de lo que otrora fue un disco, acompañaba aquellas veladas domingueras de mi tío, al olor del café recién hecho. No se podía hablar. Ni chistar tan siquiera: el tío escuchaba a Caruso con reverencia, la voz más potente y vigorosa incluso que aquella tarde en París, cuando Antonio descubrió el arte verdadero.
"El gramófono hizo a Caruso, ¿o fue Caruso el que hizo posible el gramófono?"
"La libertad no se implora de rodillas, se conquista en los campos de batalla"
Eloy Alfaro (1842-1912)
El teniente coronel Luis Salazar Alzamora, mi abuelo, no parecía una persona. Era, en realidad, una figura alegórica. La apología del orden, investida de carne y hueso. Su biografía podrían haberla trazado Newton o Descartes y exhibirla como la exaltación de su método científico; en su vida organizada, paradigmática, prolija, tuvimos sus nietos un permanente ejemplo de corrección, de modales, de orden. Lástima que hayamos sido tan malos estudiantes.
Había sido militar, y en ejercicio de tal, esas virtudes le eran imprescindibles. Sin embargo, ya en la vida civil, las aplicaba con el mismo rigor que en el cuartel. Su hogar por ende marchaba al exigente compás de una banda de guerra desde antes del alba, a lo largo de la meticulosa rutina, hasta que su reloj biológico tocaba la retirada. La suya y la de todos los ocupantes de las instalaciones. A su vez, en esa jornada de horarios precisos e inflexibles, cada actividad venía acompañada de un ritual de severas reglas: el desayuno, el arreglo del jardín, el almuerzo, el paseo “para hacer la digestión”, la lectura, el acostarse. Y cada quehacer venía precedido de su debida preparación. Es más, si por él hubiese sido, habría contratado un corneta que ejecutara el toque de diana correspondiente a cada ocupación, para dar así mayor claridad y solemnidad a su inicio y a su término.
El ritual de los domingos por la mañana, mientras la abuela iba a misa, era asistir a la Plaza Grande, que convocaba a su cita semanal con la misma autoridad de un general de brigada.
Él no asistía a la misa, salvo que fuera estrictamente necesario: una boda, una misa de difuntos. En ese caso, solía permanecer de pie, estatuario, con los brazos cruzados en leve actitud de desafío, o con las manos unidas respetuosamente detrás de la espalda. Junto a él, su yerno, mi padre, hacía lo mismo. No se santiguaban, ni rezaban, ni mucho menos comulgaban. Se limitaban a escuchar el sermón con respeto y a soportar de modo estoico el ininteligible murmullo de los feligreses.
Me imagino que el abuelo, como otros militares de mi país, tenía bien clara la verdadera división de los poderes del estado. La clasificación de los mandatos en “ejecutivo”, “legislativo” y “judicial” está bien para Voltaire, o para esas democracias de origen iluminista. En el Ecuador, que no acababa de salir del feudalismo y ya quería ser bolchevique, la torta estaba repartida de otra manera, al menos en lo cultural y en lo social, y era ese el reparto que estaba estampado profundamente en la psique popular: “Iglesia” y “Fuerzas Armadas”.
En otros países latinoamericanos, al ingresar al templo, el militar participa del culto, rinde pleitesía. La Iglesia es, más allá de un ministerio espiritual, su aliada. Se ha llegado a afirmar que en algunos casos resultó incluso cómplice de las atrocidades y desmanes cometidos por varios regímenes militares. En el Ecuador, en cambio, la milicia se organizó en base a los lineamientos progresistas de Eloy Alfaro. Don Eloy, al tiempo que introdujo el divorcio en la sociedad, divorció la iglesia del estado. Comprendiendo la ideología alfarista que los sostiene, puede entenderse que en el Ecuador tanto la Escuela Militar como el principal grupo subversivo de izquierda de los ochenta, ambos, evoquen el nombre del “viejo luchador”. Otra paradoja del país que se alegra con música triste.
Me imagino que al hollar la casa de Dios, más de un militar ecuatoriano sentirá en su fuero interno que está ingresando en la jurisdicción “del otro”, del “rival”, casi de un contrincante. Algunos, como mi teniente-coronel, ven a la curia con desconfianza, con desdén incluso. La saben manipuladora, hipócrita.
Aclaremos, sí, que todo esto es una especulación mía y como tal debe asumirse. Sabio como era, el abuelo evitaba ese tema, seguramente para no escandalizar al resto de la familia, sobre todo las mujeres.
La liturgia dominical del abuelo, de nuestro "belito", queda dicho, consistía en concurrir a Plaza Grande donde lo aguardaban sus colegas jubilados. Con esos compañeros de armas, desde las bancas estratégicamente situadas como barricadas frente a los emblemas del poder, el atrio de la Catedral, el antiguo Palacio Municipal, el Palacio de Gobierno y el Palacio Arzobispal, mi abuelo dictaba cátedra. Sus elocuentes discursos explicaban claramente cómo se debía proceder para salvar el país, y describían en detalle cuánto mejor era el mundo antes que hogaño.
Los nietos varones, mi hermano y yo, cuando conseguía rescatarnos las católicas y apostólicas manos de la abuela, lo acompañábamos en esas masculinas actividades. Pero salir “al centro” no era cosa fácil. El abuelo preparaba su atuendo para la salida con la misma escrupulosidad con la que hubiese alistado su parafernalia guerrera para enfrentar una batalla. De esa manera, estaba preparado para cualquier eventualidad: el paraguas y los chanclos por si llueve, el gracioso sombrero hongo por si hace sol, indispensable además para levantarlo con graciosa cortesía y saludar con un “aloaló”.
Su “encauchado” en tiempos de lluvia o su abrigo, que en días soleados servía para tener el brazo izquierdo elegantemente ocupado mientras anticipaba sus pasos con un innecesario pero distinguido bastón en el derecho, era un verdadero tanque de guerra. Dentro de sus bolsillos llevaba no solamente la billetera, sino también generosas provisiones de herramientas para escribir, tanto estilográficas de tinta como lápices, libretitas para tomar notas, alguna revista, la agenda, caramelos “por si se ofrece algo dulce”, medicinas para diversas dolencias que pudieran aquejarnos de improviso, el pañuelo bordado con sus iniciales… y las infaltables bolsitas de papel. Las traía de todos los tamaños imaginables, acordes con la función que eventualmente pudieran desempeñar. Desde las más nimias, por si algún nieto quisiera escupir el caramelo, hasta las de capacidad suficiente para envolver una persona. Las más aparatosas venían cuidadosamente dobladas sobre sí mismas una y otra vez hasta ocupar el mismo volumen que las más pequeñas. De esa manera resultaba fácil mantenerlas clasificadas por tamaño dentro del bolsillo correspondiente y esgrimirlas con satisfacción cuando la necesidad se presentara al son de un “no se preocupe, aquí tengo…”
Pero los escondites no eran solamente los bolsillos. Bajo las solapas, tanto del abrigo como de la levita, transportaba clavadas agujas de distintos tamaños (para hilván para pespunte) previamente enhebradas con hilos de los colores más usuales. No faltaban una buena provisión de alfileres, así como los utilísimos “imperdibles”, todos ellos pinchados en el revés de la solapa respectiva en estricto orden de tamaño. Ni siquiera la guarda del sombrero se salvaba de servir como estuche de algún pertrecho menudo que pudiera llegar a hacer falta.
Una vez equipado el “belito” con su amadura dominguera, y sofocados nosotros con nuestros sobretodos de franela y nuestras respectivas gorras en pleno sol ecuatorial, partíamos rumbo a la plaza. Comenzaba el itinerario: el heladero que anunciaba su producto al son de sus campanitas y las naranjas peladas mágicamente con aquel pelador de manivela, que no he visto en otras latitudes. Contemplábamos a los jugadores de “bolas”, ya adultos, verdaderos profesionales de las canicas. Parábamos para alguna patriótica clase de historia frente a algún monumento y, una vez llegados a nuestro destino, mientras el abuelo disertaba acerca de las diversas guerras de la humanidad o ponderaba los adelantos de la ciencia, nosotros cumplíamos con la parte medular del rito dominical: nos contaban el pelo. El peluquero tenía traza de ser el mismo que había acicalado al abuelo en su niñez, y no me sorprendería que sea el mismo que, en el mismo asiento de barbero, en la misma covacha bajo el palacio de gobierno, continúe “haciéndoles el pelo” a los nietos de teniente-coronel de hoy mientras escribo estas líneas.
El “corte cadete” era por demás práctico: fácil de peinar, o más bien dicho imposible de despeinar, higiénico y estéticamente detestable. La cabeza quedaba prácticamente rapada, salvo por un breve mechón sobre la frente que indicaba que la apariencia de la víctima no era enteramente accidental, sino que le había sido inflingida por un peluquero de esos de la Plaza Grande. Por otra parte, el precario muñón de pelo que emergía de entre el yermo capilar parecía dejado a propósito para que el abuelo tuviera de dónde sacudirnos, poniéndonos en cintura al grito de “¡guambrito defectuoso!”
En un momento determinado, sin razón aparente, como arrebatado por una inspiración repentina, el belito sacaba su reloj de cadena del respectivo bolsillo del chaleco y, comparando su precisión con la del reloj de la catedral, dictaminaba: “ya es hora”, y emprendíamos el regreso a casa.
La casa de la abuela era inmutable, permanente, quién sabe si eterna. Se nos antojaba a los chicos que así, invariable, venía ya desde el inicio de los tiempos, desde la época de los dinosaurios de nuestros libros de estampas. Sus adornos mismos, las figuritas que nos sonreían detrás del cristal de la vitrina, permanentemente cerrada, los vasos de cerveza bávaros decorados con escenas de cacería e ininteligibles galimatías góticos, los floreros del aparador, todos, parecían anclados de algún modo mágico a eje mismo de la tierra. Ni hablar de los “muebles”, más inmutables que los mismísimos Andes que saludaban día a día nuestra ventana. Tras sus forros protectores de impecable lienzo blanco, sillones, sofá y “chaise-longe” esperaban esa ocasión especial, especialísima, en que lucirían su brillante tapizado, libres de su mortaja blanca. Nunca se dio. Ninguna fecha, ninguna navidad, ningún nacimiento, ni siquiera el arribo anhelado de algún tío o alguna tía, constituyeron el ambicionado suceso de trascendencia que nos permitiera contemplar el misterio de su piel policroma.
Naturalmente, sólo se trataba de una percepción infantil. Ya la vida, o más bien dicho, la muerte, se encargó de mostrarnos con inmisericorde crueldad las habitaciones vacías, las cómodas, las camas, los veladores, el “chinero”, arrancados de sus sitiales de gloria y beatitud de otrora, acarreados con indiferencia, cual sórdido fardo cotidiano, como la estatua de un prócer que se acabara de derrocar.
Pero para nosotros, la caterva de primos, la casa de “la Mamía”, como la denominaba propiedad nuestra expresión matriarcal, presentaba la certidumbre de un fenómeno natural, como un amanecer o un crepúsculo. Estaba allí. Siempre estuvo allí y, creíamos con inocencia, siempre lo estará.
La rodea todavía un hirsuto jardín, otrora primorosamente acicalado por el abuelo, cuyos pinos, plantados por él, han superado holgadamente los tres pisos de la casa. Un árbol corresponde al nacimiento de cada uno de los nietos primogénitos, es decir, al primero de cada una de las tres hijas. La sombra del más voluminoso envuelve la mayor parte del terreno, como corresponde a la primogenitura máxima, la de la nieta mayor. “Patricia”, fue cristianada mi prima en la pila bautismal, y ella, como retrucando el honor, fue la que bautizó a la abuela con aquellos fonemas inocentes con que su lengua infantil creía copiar el habla adulta: “Mamía”.
Mi árbol, más espigado, se bifurca en dos copas, como queriendo avenirse a alguna escisión de mi naturaleza que, debo admitir, he podido percibir en varias ocasiones.
La casona, como todo hogar matriarcal que haya asistido parturientas y despedido difuntos con llantos y agüita de canela, no podía dejar de esconder algún tesoro ni de albergar algún fantasma. Son varias ya las generaciones de niños expertos en su búsqueda y hallazgo, tanto de tesoros de incalculable cuantía, como de huidizos espectros que los adultos se rehúsan a ver sistemáticamente.
Además de sus tres plantas y su sótano cofre de misterios, su elegante línea modernista, su extendido jardín de desordenado multicolor, los trazos de esa casa, en la que nací, no estarían completos sin referirme a esa grácil pero firme montaña que la acuna, rodeándola como los pétalos de una maciza corola, de la que cuelgan, como apropiado y permanente telón de fondo, las casitas y la lontananza azulada.
“Es un lugar de esta forma,
disparate más o menos.”
Juan Bautista Aguirre (1725-1786)
Decía un amigo pintor, con el ojo agudizado por su oficio, que sin ese desnivel, sin esas cuestas y despeñaderos que rompen la perspectiva y ocultan el horizonte, sin las edificaciones que parecen amontonarse agolpadamente a la vista quebrando los rayos del sol ecuatorial en un espectro de alegre desorden, sin ese telón andino de perfil imponente, esta Quito nuestra sería muchísimo menos hermosa. Es más, por momentos sería francamente fea. Es cierto. Más allá de las seculares construcciones de la colonia con su magnífica exuberancia barroca, aparte de las austeras viviendas y edificios públicos republicanos y del tan poco apreciado modernismo autóctono de líneas pícaras y a veces audaces, tenemos que admitir que las construcciones realizadas a partir del arrebato petrolero de los setenta hacen en su mayoría alarde de su fealdad con total falta de vergüenza arquitectónica.
Entre ellas están aquellas casas “nuevaoleras” con sus ventanas redondeadas como claraboyas de un barco de guerra, o asimétricas como un rompecabezas a medio armar, pesadillas psicodélicas de ladrillo. Están los edificios de cemento visto, penosamente grises y desnudos, como adelantándose a la hecatombe. Está la imitación blancuzca y barata del “estilo español” con arcos de medio punto, faroles y herrajes torneados, postizos ornamentos de la vivienda que, lejos de responder a la raigambre ibérica, exteriorizan más bien los complejos de la clase media que reniega de su linaje mestizo.
¿Y hoy? La ciudad ha crecido. Las arboledas se han ido. Los potreros han huido. La periferia nos recibe con interminables espectros de bloques de cemento sin pintar, nichos funerarios de millares de ojos negros, huecos, vacíos. En muchos casos el primer piso sobresale por encima de la planta baja, como un cajón mal cerrado, queriendo ganarle unos metros a la acera. Y, a su vez, cuando existe, el segundo piso se desboca por encima del primero, resultando una escalonada pirámide invertida, mastabas tristes de construcción precaria.
Pero a la distancia, suspendidas las casitas de su basa de granito andino, no vemos más que el desordenado enjambre de ventanitas diminutas que se recuesta sobre la montaña en medio del bullicio de la ciudad. La magia de la perspectiva obra su efecto.
-¿Por qué no te gusta el rock, como a los demás muchachos de tu edad?- exclamaba azorada, pobre, mi madre. No era para menos: el desenfreno, la irreverencia y la dosis de histeria sonora que a mis compañeros de colegio les procuraban los electrificados grupos de moda con sus guitarras rebosantes de distorsión, la obtenía yo de los juveniles poemas sinfónicos de Richard Strauss, que, reproducidos al volumen adecuado, pueden ser más mortificantes para cualquier madre de familia que los más frenéticos y primitivos acordes de Black Sabbath.
Si no me cree, pruebe el lector con sus vecinos: las tempranas óperas del maestro, Elektra o Salome, reproducidas al tope de la capacidad de los parlantes de un poderoso equipo en horas de la mañana, constituyen la mejor venganza cuando éstos hayan estado de juerga toda la noche y no lo hayan dejado dormir. Los acordes convulsos de la orquesta unidos a los agudos estentóreos de la enajenada protagonista, harán que sus víctimas le agradezcan cuando los reemplace por un moderada histeria de una "banda", al menos si se trata de una agrupación de ese entonces, de frenetismo más benévolo que las de hoy. Es que debo admitir que los bandas contemporáneas sí superan en neurosis a las más reputadas Elektras de la lírica. ¿O será la edad? Quiero decir, ¿la mía, la de los rockeros de los setenta y la de Elektra?
Retrato de Strauss por Emil Orlik (1916)
El principal instrumento de tortura a mi disposición era un vinilo de Till Eulespiegel, que mi madre, amante de la apolínea música mozartiana, encontraba absolutamente detestable. Sin embargo, los mayores decibelios estaban reservados para la Danza de los siete velos de Salomé o Don Juan. Pero en cualquier caso, se cumplía el precepto universal que establece que las madres encuentren insoportable la música de sus hijos adolescentes.
Si tienen en cuenta las dimensiones de las aparatosas orquestas straussianas, que superan las del mismísimo Richard Wagner, el más megalómano de los compositores, no les va a sorprender que el maestro Strauss tuviera también una marcada tendencia autobiográfica. Es más, solía autoretratarse a la menor provocación, a veces de modo harto doméstico, como en la ópera Intermezzo. Es de esperarse que nuestro músico se represente en ella como un Sigfrido que debe enfrentar dragones, o un príncipe desconocido que ha de ganarse el corazón de una princesa de hielo. Pues nada de eso: al protagonista le toca en suerte... jugar "skat". En verdad, la trivialidad de su argumento hubiese resultado en una pieza insoportablemente insulsa en manos de otro . No así mi Strauss: se las arregla para isuflar su genio en una historia tan endeble como la de un banal Reality Show.
Volviendo a los poemas sinfónicos: aparte de su Sinfonía doméstica, cuyo título me libera de mayor explicación, tiene Strauss una autobiografía sinfónica mucho menos hogareña. Lleva el nada modesto título de Ein Heldenleben, es decir, en buen castizo, créanlo o no, "Una vida de héroe". ¿A quién se le ocurriría poner tan rimbombante epígrafe a su currículum, por sinfónico que sea? Probablemente no al venerable anciano lleno de erudición de los Vier lezte Lieder (Cuatro últimas canciones), pero sí al impetuoso músico de 34, en busca todavía de reconocimiento y fama.
Si escuchan la pieza de Strauss, les dará la misma impresión que a mí: parece la "banda sonora" de la vida de algún guerrero, un Alejandro de Macedonia, un Julio César, un Napoleón, cuando no de un héroe ficticio de la talla Heracles, Superman o por lo menos un Indiana Jones (eso sí, hay que decir que, sin ser Strauss, John Williams hizo un magnífico trabajo con éste último).
Incluyo una interpretación del poema sinfónico Ein Heldenleben de Strauss, por si desean continuar la lectura con la "música de fondo" adecuada:
¡Qué vida azarosa habrá tenido Strauss!, supone uno... habrá enfrentado enemigos poderosos, participado en guerras, liderado revoluciones, conquistado numerosas mujeres, visitado tierras lejanas... Su fuerza física debe haberlo hecho invencible como a Hércules, su valor, un Aquiles intrépido y temerario. Su ingenio habrá superado el de Ulises o el de Néstor, sus aventuras amorosas, las de Zeus.Si eso esperan, no lean su biografía: se llevarán una decepción. Narra la vida aburguesada e insípida de un compositor bonachón, respetado en vida, bien lejos del novelesco genio relegado e incomprendido. Y si un acontecimiento de nota es digno de mención, éste resulta harto polémico, por decir lo menos: Strauss fue el "apolítico" pero oportunista Reichmusikkammer-direktor del régimen Nazi.
"Ante Strauss el compositor, me saco el sombrero...
ante Strauss el hombre, me lo vuelvo a poner" Arturo Toscanini(1867-1957)
¿Dónde los cañones, las fanfarrias triunfales, los plañideros acentos, las calamitosas derrotas, la encumbrada victoria y la apoteosis de la gloria? ¿Dónde la "vida de héroe"?
Tal vez la pieza no sea un retrato autobiográfico tan simple como se nos figura a primera vista. Tal vez los broncíneos alardes straussianos aluden a un héroe "standard", a un paradigma, a un arquetipo heroico, a la representación ambigua y universal de la heroicidad en sí misma, en la cual el autor supo encontrarse en parte, junto a otras características menos atractivas que, por supuesto, prefirió callar. O quizá la lucha titánica no ocurre tal como la suponemos, en el ensangrentado campo de batalla homérico o en las inverosimilitudes de una película de Schwarzenegger, sino muy profundamente, en las luchas espirituales que el genio hubo de transitar antes de elevarse como uno de los grandes creadores del fin de siglo, enfrentando sus más profundas contradicciones, sorteando los más diversos obstáculos en su batallar por el arte superior.
O tal vez, y es lo que prefiero pensar, se trata de ambas cosas a la vez. Me explico: el hálito de la grandeza se encuentra en todos nosotros, en mayor o en menor medida. Es más, si trazáramos las biografías de aquellas personas que en apariencia resultan intrascendentes, si estudiáramos las vidas de quienes supuestamente no han realizado ningún aporte señalado al desarollo de la humanidad, una obra artística, una innovación tecnológica, de quienes no han liderado el curso de una guerra rimbombamte o escrito una enciclopedia; si contáramos esas historias, les decía, nos llevaríamos una sorpresa. ¡Cuántas de ellas resultarían ser en verdad no otra cosa que"vidas de héroe"! Cuánta heroicidad encontramos en una madre que a pesar de todas las dificultades imaginables se las ingenia para llevar un mendrugo de pan al hogar. En aquel padre que a costa de esfuerzos novelescos consigue el dinero para el pagar alquiler. En esa abuela analfabeta que lo sacrifica todo para pagar la educación de su nieta. A su regreso al hogar, ¿no debieran esos héroes del día a día atravesar un Arco del Triunfo con más derecho que el propio Constantino? ¿Y no sería justo que la mismísima Marcha triunfal de Aida acompañe sus pasos y que su recibimiento sea: "Salvator della patria, io ti saluto"?
Me parece que Strauss no se glorifica a sí mismo, como podría parecer, sino que canta a esa suerte de destello épico latente en todos nosotros.
Por ende, no diría que su poema sinfónico sea esencialmente descriptivo. No creo que eleve su panegírico sinfónico a un superhombre concreto ni que cuente episodios precisos. No describe con detalle las luchas entre dioses y titanes, aqueos y troyanos, Heracles y la Hidra, Teseo y el Minotauro o Perseo y la Medusa. Menos todavía cuenta sus propias aventuras y desventuras cotidianas, disfrazádose de un semidiós musical de la entreguerra: ya vimos que su vida diaria era rutinaria y sosa, sin suficiente condumio para un filme de acción.
El campo de batalla es espiritual, las armas son intangibles, los enemigos grandes irreductibles: los vicios del propio ser.
"Enséñame un héroe y te escribiré una tragedia" Francis Scott Fitzgerald (1896-1940)
Nuestras vidas están llenas de héroes. Y por supuesto, de sus respectivos villanos y comprimarios sin los cuales las estrellas y coestrellas de nuestro decurso vital no podrían existir, haciendo nuestra existencia no solamente imposible, sino también mucho menos emocionante. Algunos llegan a asumir los roles estelares de nuestra biografía, unos pocos a lo largo de toda su extensión, los más cegándonos con su fulgor durante un estadío vital, unos días, unos años, varias décadas acaso, para luego pasar discretamente a un segundo plano, eclipsado su resplandor por el de un nuevo astro. La separación, la distancia, los sucesos consiguen apartar a algunos de esos personajes de nuestro camino, mientras que a otros ni la misma muerte consigue callar. Son los protagonistas, antagonistas y deuteragonistas de un drama único e irrepetible.
A lo largo de sus páginas cibernéticas, esta bitácora dará cuenta de seres extraordinarios; eso sí, vistos con la absoluta falta de equidad de toda biografía, máxime tratándose de apuntes autobiográficos. Más que relatar de los hechos heroicos vividos y llevados a cabo por el autor, que han sido muchos, al menos tantos como los de Strauss, esta historia refiere más bien los de algunos de los actores de este maravilloso "drama giocoso" en que el Señor me ha concedido tomar parte.
Las vidas heroicas que se me han atravesado han sido tantas y tan admirables, que me resultará imposible pasar revista de todas ellas. Mis lectores sabrán disculpar las más terribles omisiones. Además, muchos de quienes se alcanzaron el status de "prime donne" y "primi uomini" en mi memoria carecen de biografías lo bastante llamativas para traerlas a colación, mientras que, por el contrario, algunos de los "comprimarios" y pequeños "partecchini" resultan, a mi muy particular modo de ver, personajes tan jugosos y entretenidos que no puedo dejar de tributarles aunque sea unas líneas. Debo también advertir a mis lectores que todos sus esfuerzos por encontrar el menor asomo de rigor histórico, objetividad o al menos verosimilitud resultarán totalmente inútiles: por el contrario, la prosa rondará a sus anchas entre la verdad y la ficción. Aunque mis reminiscencias traen a la luz de mi conciencia lo que supongo fueron hechos reales, no he hecho el menor intento por comprobar si las cosas ocurrieron como las recuerdo, a la vez que la exageración y el desorden serán la norma.
Hecha esa advertencia, amigos, los invito a visitar este "blog" cada tanto. En la medida en que la grata evocación de todos esos héroes me obligue a escribir, iré compartiendo con todos ustedes sus andanzas por este mundo. Encontrarán, a continuación de este preámbulo, mi más reciente apunte o, más bien dicho, mi más reciente homenaje a alguna de esas "vidas de héroe".
"No hay héroe en la soledad; los actos sublimes están determinados
siempre por el entusiasmo de muchos." Eliphas Lévi (1810-1875)